"Z365" o "Festival todo el año" es la nueva apuesta estratégica del Festival en la que confluyen la búsqueda, el acompañamiento y el desarrollo de nuevos talentos (Ikusmira Berriak, Nest); la formación y la transmisión de conocimientos de cine (Elías Querejeta Zine Eskola, Zinemaldia + Plus, Diálogos de cineastas); y la investigación, la divulgación y el pensamiento cinematográfico (el proyecto Z70, Pensamiento y debate, Investigación y publicaciones).
Bastan los primeros compases, una sencilla maniobra urbana de traslado de dinero negro desde la Piazza del Duomo de Milán a un aparcamiento retirado que resultará en el escamoteo de 300.000 dólares y la brutal ejecución de varios mensajeros, para ilustrar la destreza de Fernando Di Leo enhebrando la aguja de una sencilla y eficaz trama de acoso y derribo que arranca tres años después, cuando uno de los correos, Ugo Piazza (Gastone Moschin), sale de prisión y es señalado como sospechoso por todos.
Considerada uno de los mejores ejemplares de su género, Milán calibre 9 (1972) es también la película más valorada de su autor, un hombre formado en la cinefilia que en su crianza cita a clásicos americanos como Huston, Hathaway, Wise, Ray, Kazan, Lumet, Lang o Aldrich, y que aquí atraviesa la niebla del noir francés para emerger a la luz diurna y algo exhausta de un spaghetti western reconvertido en hard boiled para dar a ver la virulencia neurótica de un género, el poliziesco, que ingresaba en su década de éxtasis y desfallecimiento.
Di Leo, que llegó a Dashiell Hammett a través de André Gide y que en el futuro será llamado el Don Siegel italiano, entró en el negocio cinematográfico primero escribiendo en prensa y luego metiendo mano en guiones que hoy son históricos: consta su colaboración sin acreditar en Por un puñado de dólares, La muerte tenía un precio o el Django de Sergio Corbucci. Si bien el western no le interesaba especialmente, era lo que tocaba en los sesenta, década en que firmó otros muchos libretos antes de darse a la dirección, donde se desempeñaría de manera oficiosa, mostrando un valioso entendimiento del ritmo y un talento para lo incesante muy caro a la serie B, dominio que elevaría en escenas de acción y pasajes mudos como el mencionado prólogo de esta película, en que las imágenes encadenadas se encomiendan a la música de Luis Bacalov.
El director pullés (de Apulia, nacido en el tacón), practica aquí un cine profundamente local, de manoseado aliento cosmopolita y con un mar de fondo arrabalero, forjado en algún lugar donde lo que no es incentivo es accesorio. Un cine de tipos y rostros característicos (Mario Adorf, Lionel Stander) entre el estoicismo y el aspaviento, enfático en sus modales de bolsilibro (la película acredita en créditos una antología de Giorgio Scerbanenco, aunque Di Leo aseguraba haber tomado apenas el título y un par de escenas de uno de los relatos), lúdico e individualista pero muy bien establecido en su ideología de denuncia y preocupaciones sociales, donde la propiedad es un robo y la mafia no existe, básicamente porque ha sido asimilada por el sistema y sus poderes legislativo, jurídico y policial.
Primera de la llamada trilogía del milieu, que se completará con Nuestro hombre en Milán (1972) y Secuestro de una mujer (1973), el tema de Milán calibre 9 es, como el de todo el cine, el movimiento, pero su pensamiento verdadero es lo inexorable del tiempo. El destino. Porque el de Di Leo es, como el de Jean-Pierre Melville, un policíaco fatalista que en su trato con la muerte y el sadismo logra esa contextura infrecuente y tan gozosa en que una poética extraña prospera en el seno de la angustia y la derrota.