Nos gusta decir que en el Festival de San Sebastián estimulamos proyectos –cuando la película solo ha sido trazada en unas hojas de papel–, apoyamos propuestas inacabadas –los work in progress que necesitan un último empujón para salir al mundo– y, por supuesto, presentamos, respaldamos y divulgamos películas. Pero el Festival es también testigo de los intentos que no prosperan, de los guiones que no se producen, de lo que Miguel Littin, a través de la voz de Gabriel García Márquez, denominó “la historia secreta del cine”.
El cineasta chileno mantuvo, durante sus años de exilio, una estrecha relación con San Sebastián. Fue jurado en 1978, en momentos decisivos del certamen, cuando el Zinemaldia se desprendió del corsé de la dictadura y se reinventó, sin etiqueta, atravesado por conflictos políticos. Lo hizo con nuevas secciones como Barrios y Pueblos, a la que pertenece la foto que preside este texto: retrata uno de sus cuarteles generales, la parroquia Corazón de María que, a su vez, servía de base de operaciones para la Asociación de Vecinos de Ulia. La pared está gobernada por una cita de Littin: “Hay que buscar nuevos circuitos para que la gente vea las películas, ir a las asociaciones de vecinos, a las cárceles, a los pueblos y fomentar los debates, porque el cineasta es un instrumento de las clases populares”. Para el director de Actas de Marusia (1975), esta sección que acercaba el Festival a espacios y localidades más allá de las sedes oficiales supuso una experiencia reveladora: “Estuve en Barrios y Pueblos, y la gente no termina nunca de hablar contigo, te llevaba a su casa…Hay corrientes secretas que se establecen entre las personas y entre los pueblos que yo he sentido aquí”.
Este rescate de Artxiboa está construido también con corrientes secretas, alimentado por lo misterioso y lo invisible, lo que no recoge la enciclopedia, la nota a pie de página, el behind the scenes: del homenaje que el Festival rindió a Littin en 1982 nos quedamos con la conversación con Luis Calparsoro, ex delegado general del Festival, que cuando escuchó las historias que el cineasta había ido recogiendo a lo largo de su vida, producto de “muchos años de escuchar y de ver”, le pareció que “era un tema para el cine”. “Él me animó con su entusiasmo”, explicó Littin en el diario Festival. En 1983 Littin se instaló en San Sebastián con su pareja, Ely, y sus tres hijos, dispuesto a hacer la película. Era, en ese momento, un hombre “sin casa”. El que fuera presidente de la empresa estatal Chilefilms durante el mandato de Salvador Allende estaba exiliado en México –aún quedaban cinco años para el plebiscito que desbancaría a Pinochet– y quería contar una historia que resonaba en su experiencia y en la de su familia. Es la crónica del largo viaje de un hombre que finalmente acaba en el mismo punto de partida, un emigrante que va de Europa a América huyendo de la I Guerra Mundial pero que siente la “sombra de la guerra y la violencia” en todas las aldeas remotas a las que se desplaza. Como desvela en la entrevista del periódico del Festival, se iba a titular El viajero de las cuatro estaciones, tenía previsto rodarse en parte en el País Vasco, Grecia, Argentina y Chile, con el director de fotografía José Luis Alcaine y el sonidista Bernardo Menz. Pero “una semana antes del inicio del rodaje”, fue cancelada por sus productores.
No todo fue estéril. García Márquez le dedicó a Littin un libro sobre el proceso de hacer una película que podría ser un guion cinematográfico: en 1986, con Pinochet aún en el poder, salió a la luz “La aventura de Miguel Littin clandestino en Chile”, en el que el escritor colombiano relata cómo el cineasta, camuflado bajo la identidad de un empresario uruguayo, logró introducir tres equipos de filmación para retratar la vida en su país durante la dictadura. En esa aventura furtiva, Littin utilizó con su equipo la contraseña Sarco, el apellido del personaje de la película “que no hice en San Sebastián”, un guiño al pesar de los proyectos que no fructifican.
De la historia que no pudo ser película, Littin escribió una novela: en 1990 publicó el libro El viajero de las cuatro estaciones, en la que el anciano Kristos Kukumides –su apellido materno– repasaba sus terribles peripecias entre Grecia y Chile. La novela está encabezada por una reveladora cita del poeta chileno Pablo de Rokha: “y nosotros nos acordaremos de todo lo que no hicimos y pudimos y debimos y quisimos hacer, como un loco asomado a la noria vacía de la aldea mirando en la ancha ráfaga de crepúsculo que se derrumba como un recuerdo en el abismo”.