Entre 1927, momento de su debut como director con solo 24 años, y 1962, un año antes de su fallecimiento, Yasujiro Ozu dirigió 54 películas. Historia de un vecindario (1947) es la número cuarenta y la primera que hizo tras el final de la Segunda Guerra Mundial. Llevaba inactivo tras la cámara desde hacía cinco años, cuando rodó en plena contienda bélica Había un padre. Ozu regresó a su país en 1946, tras seis meses encarcelado en un campo de prisioneros de guerra, y no le fue fácil recuperar el pulso cinematográfico. Solo por ello, la existencia de Historia de un vecindario, conocida también como Memorias de un inquilino, resulta muy importante en su dilatada trayectoria: con ella comienza una segunda y más depurada etapa, aunque aquí el estilo característico de los ángulos de cámara bajos no resulta tan evidente y la historia no indaga en los vínculos familiares, sino en las relaciones entre los miembros de un vecindario, pero si son frecuentes las estilísticas transiciones mediante planos de ambiente, la esencialidad del montaje con pocos movimientos de cámara, los bellos subrayados musicales y la emoción que se contiene, nunca se declama o histeriza.
Kohei es un niño al que ha abandonado su padre. Lo interpreta Hohi Aoki, quien un año después volvería a trabajar con Ozu en Una gallina al viento, en el papel, más dramático, del hijo enfermizo de una mujer que debe prostituirse después de la guerra para pagar los gastos del hospital. En una de las primeras secuencias del film, Kohei aparece encuadrado a lo lejos, desde el interior de una casa y a través del sucio cristal de una ventana: nadie le quiere, nadie le espera. Su cuerpo escindido del mundo de los demás. El pequeño repudiado le sirve a Ozu inicialmente para trazar la historia de este vecindario en el que acabará integrándose el niño. Es un proceso lento pero nada fatigoso. Se produce con sencillez y con lógica, algo habitual en el cine del director. Lo acaba acogiendo una viuda en apariencia huraña. La relación entre ambos está construida a través de la meticulosa selección de los momentos en que la mujer y el niño van aceptándose poco a poco y en la espléndida interpretación de la actriz Choko Iida.
En la secuencia más relevante en este proceso de conocimiento entre los dos personajes, los vemos caminar -Kohei siempre detrás de la mujer, a unos cinco o seis pasos de distancia- cerca del mar y en el interior de una población costera, y comiendo pasteles de arroz sentados en la playa. El tono, la composición cuidadísima de cada plano, la fotografía de tintes otoñales, la dialéctica de los cuerpos de los personajes, enlaza una vez más el cine de Ozu con el de John Ford, clásico estadounidense con el que también compartió los ritos familiares y las celebraciones musicales: la de Historia de un vecindario, con un grupo de personas marcando el ritmo con las cucharillas golpeadas sobre platos y tazas de té mientras el hombre llamado Tashiro entona una rítmica letanía, es magnífica.
La fotografía del film es de Yuuharu Atsuta, el operador predilecto de Ozu -trabajaron juntos en Sueños de juventud, Primavera tardía, El sabor del té verde con arroz, Cuentos de Tokio, Flores de equinoccio, Buenos días, Otoño tardío y El sabor del sake, entre otras películas-, a quien Wim Wenders siguió la pista en Tokyo-Ga (1985), su excelente documental sobre el rastro del cine de Ozu y los cambios en la sociedad japonesa. Y si buena parte de la obra de Ozu es indisociable de la cámara de Atsuta, no lo es menos la presencia, casi siempre calmada y serena, del actor Chishu Ryu, que también aparecía en el documental de Wenders e interpretó el grueso de las obras más significantes de Ozu, destacando por encima de todo su composición del padre de Cuentos de Tokio, epifanía de la compenetración entre un director y un actor. En Historia de un vecindario, Ryu encarna a Tashiro, el primero que encuentra al niño perdido.
Quim Casas