Durante el mayo de 1968, un grupo de estudiantes forman el atelier populaire y realizan pancartas con consignas políticas. Entre las obras de aquel colectivo, destaca una en la que la silueta del General de Gaulle tapa con la mano la boca de un joven. La frase que acompaña la imagen es uno de los grandes eslóganes de la primavera francesa: Sois jeune et tais-toi. Aquel texto ha pervivido, transformado en distintas fórmulas y siempre en un tono reivindicativo. En 1981, Delphine Seyrig dirigía un documental titulado Sois belle et tais-toi, en el que entrevista a una veintena de actrices para explicitar la misoginia sistémica de la industria del cine.
Seyrig es una de las figuras más interesantes de la historia del cine francés: actriz, directora y activista feminista, su imagen está intrínsecamente ligada a la de los años setenta, un período que recoge la agitación de aquel mayo francés. Justo en el ecuador de aquella década, Seyrig protagonizó tres películas dirigidas por mujeres: India Song de Marguerite Duras, Jeanne Dielman, 23, quai du commerce 1080 Bruxelles de Chantal Akerman y Aloïse de Liliane de Kermadec. Las dos primeras son obras seminales dentro de la historia del cine; la tercera, Aloïse, es una película que, sin tener el peso de las otras dos, resulta extremadamente curiosa.
Dirigida por una realizadora cercana a los cineastas de la rive gauche y con guion de André Téchiné, Aloïse se basa en la biografía de la pintora Aloïse Corbaz, una figura marcada por la guerra europea y por sus deseos artísticos. Aloïse no encaja en la horma de una sociedad que termina por recluirla en un asilo psiquiátrico, donde encuentra su voz en la pintura. El tono feminista de aquel soit belle et tais-toi resuena a lo largo de la película.
Aloïse se divide en dos partes: la primera retrata de manera algo abstracta la juventud de Aloïse; y la segunda relata su edad adulta. A cada uno de estos segmentos, le corresponde una actriz: la chica es Isabelle Huppert, y la mujer es Seyrig. Kermadec transita de una intérprete a la otra como si nada, mediante una abrupta y audaz elipsis. En un artículo del New York Times, Richard Eder escribía que Aloïse “primero está triste como Huppert y luego loca como Seyrig”. Es un resumen de la película algo maniqueo, pero sí que refleja perfectamente la diferencia en el matiz de las dos actrices.
Esta no fue la primera película de Isabelle Huppert, pero sí que fue uno de los títulos decisivos a la hora de darla a conocer (fue nominada a los premios César por este papel). Hay intérpretes que tardan en encontrarse. En cambio, da la impresión que la magia de Huppert siempre estuvo ahí. En la mirada de la joven Aloïse en la iglesia, fría, profundamente crítica y ensimismada, ya está la esencia de la forma interpretativa de Huppert.
Seyrig despliega su voz con aplomo, cuando lanza proclamas pacifistas en medio de la calle o cuando canta una ópera en la oscuridad de la noche del asilo. La transformación de Aloïse resulta radical, hasta el punto de que por momentos es complicado hallar algo de la chica callada del primer tercio de la película en la exuberancia de la mujer que protagoniza el tramo final. Pero lo que podría dar pie a una cierta inconsistencia es aquí un hallazgo de una película fragmentaria. Lo más fascinante de Aloïse es precisamente este choque entre dos actrices en momentos muy dispares de sus carreras (Seyrig, en la cúspide; Huppert, en los inicios).
Kermadec no llega al extremo de Bruno Dumont en Camille Claudel, 1915, otra película sobre la genialidad y la locura, en la que el director filma la convivencia de la estrella Juliette Binoche con las enfermas de un psiquiátrico. A Dumont le interesa explorar los límites de lo normativo; a Kermadec, la lucha contra las convenciones sociales. Los dos están interesados por el oficio de la actriz. Bajo la mirada de una directora que se arma de rigor y de respeto, la presencia de Seyrig en el asilo deviene un gesto de resistencia política, el de una actriz bella que nunca quiso callarse.
Violeta Kovacsics