Por poco que supiésemos de él desde que en 1992 se estrenó El sol del membrillo, Víctor Erice nunca dejó de hacer cine. Unas veces fueron contribuciones a películas colectivas (Alumbramiento, Vidros Partidos), otras a proyectos expositivos (su Correspondencia con Abbas Kiarostami, la instalación Piedra y Cielo), cuando no un documental con el que volvía a San Sebastián y al viejo Kursaal para hablarnos de su descubrimiento del cine (La Morte Rouge). Aunque también hubo varios proyectos que no lograron sustanciarse, entre ellos su adaptación de Juan Marsé que vio la luz como guion, La promesa de Shanghai. Erice nunca dejó de rodar: ahí está uno de sus secretos mejor guardados, sus filmaciones de algunos espacios emblemáticos de la historia del cine, los escenarios de Los cuatrocientos golpes, Roma, ciudad abierta, El desprecio o Espoir – Sierra de Teruel, entre otras.
Toda esta trayectoria de treinta años no podía no dejar una huella en Cerrar los ojos, su cuarto largometraje, su tercera ficción, si exceptuamos algunos cortometrajes. En cierto sentido, Cerrar los ojos es la condensación de muchas de estas experiencias anteriores, empezando por algunos de sus proyectos no realizados, caso de sendas adaptaciones de Borges y Marsé que le sirven para imaginar otro naufragio, el de la película dentro de la película, La mirada del adiós, cuyas imágenes abren Cerrar los ojos. Ahí tenemos a un actor, Julio Arenas (José Coronado), que desapareció poco después de rodar esas escenas. Aquello sucedió en 1990 y ahora estamos en el otoño de 2012, cuando llega a Madrid el director de aquella película inacabada, Miguel Garay (Manolo Solo), para participar en un programa de televisión que investiga la desaparición de Arenas. Garay vive en el sur, en la costa granadina, y este retorno a Madrid es una suerte de retorno al pasado, a sus viejos amigos, a sus antiguos amores y a esos fantasmas que todavía perturban sus sueños.
También es un retorno al cine, del que prudentemente se había alejado tras aquel proyecto fallido. Nadie lo ejemplifica mejor que Max Roca (Mario Pardo), ese distribuidor que añora el celuloide y que aún conserva las dos latas que sobrevivieron de La mirada del adiós, porque Cerrar los ojos es una película que pone la cinefilia en primer plano, con sus personajes nostálgicos de los viejos esplendores del cinematógrafo, que tanto citan a Nicholas Ray, Sternberg y Dreyer como entonan una canción de Río Bravo. Pero esto último ya sucede en el refugio que Garay ha encontrado en el sur… Y, sí, Cerrar los ojos nos remite al sur, como lo hacía el proyecto original de El sur, como si Erice se quisiera sacar una espina de aquella película inconclusa que, con sus soñadas imágenes finales, nos tendría que haber transportado hasta los Mares del Sur. Algo de esto subyace en el personaje de Arenas, alguien que, si es cierto lo poco que nos cuentan de él, habría vivido la vida de un aventurero y conocido todos los puertos del mundo.
Efectivamente, Cerrar los ojos plantea un diálogo constante con el cine anterior de Erice, con sus proyectos y sus películas. Nada lo evidencia con más claridad que el personaje que interpreta Ana Torrent, de nuevo Ana y durante unas décimas de segundo, cuando vuelve a entonar ese emblemático “Soy Ana”, otra vez la Ana de El espíritu de la colmena, cerrando un círculo de cincuenta años que sintetiza tanto su carrera como actriz como la filmografía (en el campo del largometraje) de Víctor Erice. Sí, Cerrar los ojos es una película que, bajo la apelación a Dreyer, nos habla de una serie de resurrecciones: la de unas imágenes que se creían perdidas, la de unos lazos de amistad o una relación paternofilial, pero también la de un tipo de cine que creíamos ya imposible y que Erice nos demuestra que sigue plenamente vigente. Cerrar los ojos es una película atemporal de la que se seguirá hablando de aquí a otros cincuenta años.
Jaime Pena