La última adaptación que hizo Teshigahara de una novela de Kobo Abe fue El hombre sin mapa (1968), una trama detectivesca que, también ahora, deriva hacia la abstracción y hacia la parábola de naturaleza filosófica; una obra que guarda conexiones con autores rupturistas occidentales, como el francés Alain Robbe-Grillet o el estadounidense Thomas Pynchon.
Por primera vez en su carrera, Teshigahara se vinculó para la producción con uno de los grandes estudios japoneses, Toho, que distribuyó la película. El respaldo de una productora importante permitió al director disponer de mayor presupuesto y de unos recursos novedosos –fotografía en color y formato panorámico– que no mejoraron el resultado con respecto a las películas anteriores.
Seguramente por imposiciones de la compañía y por razones comerciales, se escogió a un actor taquillero como protagonista, Shintaro Katsu, famoso por sus interpretaciones de Zato-Ichi, el espadachín ciego, un personaje popular al que el mismo Teshigahara dedicará, en 1979, dos telefilmes protagonizados por aquel mismo intérprete.
El hombre sin mapa podría calificarse como una película de detectives filmada entre el relato hard boiled y el paisaje inestable del ukiyo. En realidad, el argumento policial es un mero pretexto para desarrollar una trama parabólica característica de la factoría Abe/Teshigahara; un nuevo relato de extravío existencial. El individuo desaparecido sin dejar rastro bien podría ser Niki Junpei, o cualquiera de los prisioneros secuestrados por los moradores de las dunas en películas anteriores. Pero lo más notable aquí es comprobar cómo el detective se termina identificando con el personaje extraviado, al que busca metódicamente pero sin resultado alguno en este nuevo descenso al corazón de las tinieblas.
El principio de la película bien podría ser coincidente con el final de La mujer de la arena: un hombre desaparece sin dejar rastro. Aquella obra emblemática concluía con el informe policial, y ésta comienza con una investigación en curso. El pozo sin salida se transforma aquí en el laberinto de asfalto. Como es habitual en las películas del ciclo Abe/Teshigahara, el relato está lleno de misterios, la mayoría de los cuales no se van a resolver. El asunto, coincidente con las cuatro películas anteriores, define parabólicamente la anulación del individuo en el seno de las sociedades modernas, tan alienantes y tecnificadas. A medida que se adentra en el caso, el espacio urbano se descompone hasta parecer una alucinación, un entorno tóxico y corrupto, un sinsentido asfaltado: el laberinto total, aunque de nuevo su naturaleza intrincada se abre más al interior que al exterior. El detective reúne pistas, entrevista a sospechosos y desciende al mismo Hades metropolitano, donde sufre dolorosos tormentos. A lo largo de una investigación estéril, formula hipótesis imposibles de confirmar, conjeturas que nunca quedarán resueltas.
En efecto: por medio de una trama enrevesada en la que se cruzan chantajes, pornografía, prostitución y tugurios de todo tipo, El hombre sin mapa violenta el relato detectivesco para transformarlo en una parábola existencialista sobre la identidad, la soledad, el individualismo y el extravío en el mundo contemporáneo. Un insólito cruce entre Kafka y Raymond Chandler con no pocos aditivos de Samuel Beckett y Robbe-Grillet. “Es una historia difícil de explicar”, justifica el detective ante su cliente, y seguramente ante el conjunto de los espectadores.
Las conclusiones del anónimo detective, a lo largo de su infructuosa investigación, no pueden ser sino la crónica de su propio fracaso. Creer que es posible alcanzar un conocimiento racional y comprensible en este mundo, donde los mapas se contradicen al tiempo que el sentido se descompone, es una suposición tan ingenua como fútil. No hay razón que valga en el reino de las sombras. Ante él, a plena luz del día, sólo tinieblas.
Antonio Santos