Cuando Hiroshi Teshigahara regresa a Barcelona en 1983 para rodar una nueva película sobre Gaudí, casi 25 años después de su primer viaje a España, su padre, el maestro de ikebana Sofu, ya había fallecido, y ahora es su sucesor: el nuevo iemoto de la escuela Sogetsu, un cineasta con una trayectoria importante y un artista muy respetado en el panorama cultural japonés. Su situación personal es muy distinta, como asimismo diferente es la perspectiva que le dan la madurez y la experiencia. La crónica en imágenes de su primer viaje, un cortometraje mudo titulado Gaudí, Cataluña 1959, no deja de ser un boceto de lo que se convierte ahora en un magnífico poema audiovisual al que puso el nombre del artista admirado.
Así la película de Teshigahara parte de una doble necesidad: la de volver a hacer cine, tras años de apartamiento por entregarse a sus responsabilidades al frente de Sogetsu; y, en segundo lugar, la de explorar la naturaleza de un artista que le hechiza, y en el que reconoce algunas de las claves de su naturaleza creativa. La fascinación del joven viajero, asombrado en 1959 ante las insólitas formas del arquitecto catalán, evoluciona con la madurez a través de una mirada mucho más elegante y contemplativa que deriva hacia la abstracción. Una mirada que hace de la película no un simple documento –ésta no es una crónica convencional– sino una experiencia registrada en fotogramas, un ensayo sobre cómo filmar la arquitectura o una sinfonía compuesta en imágenes: un camino en búsqueda de la iluminación, como ser humano y como artista.
Intérprete privilegiado de la obra gaudiniana, el japonés la contempla, la recrea y la sublima. Los modelos arquitectónicos devienen formas cinematográficas en un hermoso ejercicio de transformación y de metamorfosis. El legado de Gaudí, tan sólido y volumétrico, tan robusto y arquitectónico, se convierte aquí en materia audiovisual elegante y refinada. En la película de Teshigahara, las invenciones caprichosas de Gaudí se llenan de luz y de música que hacen elevar el entendimiento de quien las recorre. Y es que las obras del arquitecto muestran una constante ebullición de energía en todas las direcciones; más aún cuando se advierte que no hay repetición en sus patrones. Otro tanto sucede en la película japonesa, que se impregna de la poderosa energía del artista catalán.
Esto se apreciará singularmente en las escenas filmadas en la Cripta y en el Parque Güell, genialidades inconclusas que el cineasta japonés observa y reconoce en su propia obra, tan variada y sorprendente. Teshigahara no ha pretendido hacer un documental al uso, sino enfrentarse personalmente con la obra de Gaudí como artista que proviene de un entorno cultural muy diferente y en el que, sin embargo, se aprecian secretas y veladas correspondencias. El dinamismo del cine, sumado a la fragmentación en planos y a la diversidad de ángulos, establece un diálogo estrecho con la arquitectura. El dinamismo y la fragilidad; la fugacidad del cine, entran en contraste con el estatismo, la solidez y la inmutabilidad de las obras filmadas.
Finalmente Teshigahara vive, a los pies de la Sagrada Familia, una experiencia próxima a la revelación, y la sublima a través de su cámara para, transformada en imágenes hipnóticas, ofrecérsela al espectador, invitándole a sumarse a un itinerario artístico que se eleva en forma de anagnórisis visual y sonora. Sólo así arquitectura, cine y música se funden para dar forma a una polifonía audiovisual que apunta hacia lo Sagrado. Gaudí, Teshigahara y Takemitsu: arte total.
El descubrimiento de la obra sobrecogedora de Gaudí supone para el artista japonés un acontecimiento fundamental, una fuente de revelaciones que brilla con la intensidad de una epifanía: A través del legado de ese arquitecto primordial, que eleva la percepción hacia territorios sobrehumanos, Teshigahara se abandona al placer de mirar lo invisible y de escuchar el silencio.
Antonio Santos