Ayer se estrenó en el Festival de Cine de San Sebastián la nueva película de Tatiana Huezo, El eco. Tuvimos el privilegio de hablar con la directora, quien nos comparte su experiencia rodando esta película.
Del extenso imaginario sobre el campo que tenemos en Latinoamérica, ¿qué fue lo que más influyó en su mirada al hacer esta película?
Creo que hay un imaginario del campo en México que es a veces un poco romántico, a veces un poco paternalista; cosa que siempre me molesta mucho en una película. Pienso que la mirada en esta película fue desde el acercamiento más íntimo que pude construir pasando mucho tiempo ahí con la gente. Yo siempre me posiciono en el planeta en el que me voy a introducir, en este caso el mundo campesino, y para esta película la investigación duró alrededor de cuatro años, siempre desde una enorme neutralidad, con los sentidos muy abiertos, para poder sentir, mirar y conectarme con la gente, ahora sí que con ojos de niño, de niña, desde la curiosidad pero también desde el querer conocer y entender. Pienso que es una película en donde logré “entrar hasta la cocina”, como decimos en México, en la intimidad de la vida de estas familias.
¿Puede contarnos sobre su investigación, y que relación tuvo con el proceso de escritura de la película?
La base de todo fue siempre la investigación. La investigación básicamente consiste, para mí, en esta peli y en todas las anteriores, en la construcción de un vínculo con el otro lo más profundo posible. Consiste no solo en estar con ellos y ellas, sino en acompañarles en los quehaceres de la vida cotidiana. Pasamos horas en esa escuela viendo como los niños aprenden y tutorean entre si. Siempre me he ido a rodar mis películas con un guion escrito a partir de muchas de las situaciones que imagino que van a suceder. Esta película no tenía ese centro; es la primera vez que me voy a rodar una película en la que sí conozco mucho y profundamente la vida cotidiana y las necesidades de todos los personajes, pero sin un guion escrito.
Es una película que se fue reescribiendo sobre la marcha, porque además sucedieron muchas cosas que no tenía previstas. Un suceso que no teníamos contemplado nos tiraba posibilidades, líneas narrativas que se nos caían a pedazos y que había que reconstruir y volver a encontrar sobre la marcha. Creo que narrativamente es la peli más difícil que he hecho en mi vida. Contar la vida más pequeña, la vida cotidiana, es de lo más difícil que me ha tocado.
Pareciera que en su película la propagación de la voz del conocimiento y la experiencia, que rebota entre generaciones, es una responsabilidad que recae en la niñez. Qué papel jugo la autonomía de las y los niños a la hora de dirigirles en escena?
Todo. Los niños son libres. Esa libertad, su instinto natural de reaccionar corriendo y jugando, la sed por aprender y saber más, pienso que eso es el diamante que hay en esta película: la reacción instintiva visceral y natural que hay en un niño. Se trataba de poder atrapar un pedazo de esa rebeldía, incluso de esa magia y de esa ternura que hay cuando eres niño. Hay una secuencia en la que les pedí es que fuéramos al valle a jugar, y ellos jugaron a otras cosas, corrieron empezaron a sudar, a molestarse, y de repente les dije “aquí traigo un paliacate, vamos a jugar a la gallinita ciega” y surgió un momento maravilloso, Ernesto Pardo vio esa mano estrechada hacia el abismo que, para mí, es crecer. Crecer es emocionante, es preguntarte muchas cosas, pero también sentirte sola y perturbada frente a la vida. Eso es la infancia: la magia de la capacidad de creer ciegamente y profundamente en el amor, en la amistad; es abrazar un árbol y sentir un profundo consuelo.
Natalia García Clark