En el cine de Hiroshi Teshigahara la mujer ocupa un papel tan importante como escurridizo. La mayor parte de sus ficciones están protagonizadas por hombres, pero son ellas las que, de una forma u otra, se encargan de generar la espiral en la que se insertan, a veces a modo de obsesión, otras de auténtico delirio alucinatorio. Sin embargo, su papel no es el de verdugos que quieran someter al género masculino a sus designios, sino que, al contrario, en el fondo, son víctimas de la sociedad represiva en la que viven.
En La trampa (1962), con la que iniciaría su colaboración con el escritor Kobo Abe, nos presenta a un personaje femenino que, de alguna manera, y de forma muy esquemática, podría considerarse como un precedente directo del que después se trataría con una mayor profundidad en La mujer en la arena (1964), el de una chica abandonada en un pueblo minero en el que solo ha quedado ella. La geografía en ambos casos se convierte en un elemento fundamental pero, en este caso, la mujer quiere escapar e intentará conseguir dinero como pueda para salir de ese infierno en el que los muertos se convierten en fantasmas. Sin embargo, se verá rodeada de miseria y violencia, la que ejercen hombres sin escrúpulos que violan o asesinan sin moral alguna.
Con La mujer en la arena, Teshigahara alcanzaría su cima a la hora de componer una extraña y magnética pesadilla en la que un entomólogo es obligado a vivir con una mujer sola en una casa prácticamente sepultada en la arena. El poder de fascinación de sus imágenes, así como su refinamiento formal y estilístico la han convertido en una obra maestra del cine japonés de todos los tiempos, pero resulta fundamental la manera en la que se representa a esta mujer, como si fuera uno de los insectos que solo sobreviven en esos terrenos áridos y que estudia el profesor. De alguna manera, parece dotada de sus mismos instintos básicos, algo tan simple como la comida, el sexo, la subsistencia cotidiana y no sentirse sola. A través de estos conceptos se explora la contraposición entre el elemento telúrico y la civilización, entre lo salvaje y no domesticado y la superioridad urbanita. En este caso, más que nunca, se aprecia la fragilidad de una mujer abandonada por la civilización que está a merced de un mundo en el que late la humillación constante hacia el género femenino y que está atrapada dentro de él.
En El rostro ajeno (1966), el director se adentra de forma absoluta en el género fantástico, a través de un hombre que tiene deformada la cara por culpa de un accidente. Su furia, inmediatamente se canalizará contra su mujer. Así, se adentrará en una espiral obsesiva compulsiva e incluso sádica que nos conduce a una tortura psicológica extrema, hasta el punto de aceptar el experimento de un científico loco que hace máscaras que se integran al tejido orgánico para perseguirla y acecharla e intentar enamorarla a través del engaño. En uno de los momentos clave del film, la mujer le cuenta una historia de la era Genji en la que las mujeres no enseñaban su rostro para parecer virtuosas y que el maquillaje se había convertido en una forma de esconder sus verdaderos rostros.
Su último largometraje, La princesa Goh (1992), adapta la novela histórica de Masaharu Fuji y supone una especie de continuación de Rikyu (1989), a través del personaje del maestro de ceremonias del té, en la que se nos muestra a un personaje femenino fuerte, valiente, rebelde y decidido en su juventud hasta que, por culpa de las luchas entre clanes, termina convirtiéndose en una mujer aprisionado, de nuevo aislada y supeditada a los designios de un mundo de hombres en constante guerra. “Ojalá hubiera nacido hombre”, dice ella consciente de que nunca será libre.
Beatriz Martínez