Cicatrices visibles e invisibles. Máscaras reconocibles e irreconocibles.
Entre los muchos avances de la ciencia que despertaron el interés de la sociedad de los años sesenta, se encontraban los de la cirugía plástica, y el cine, sobre todo el fantástico, se valió de ellos con frecuencia, en especial en lo que atañe a los cambios de rostro, dado el sugerente abanico de posibilidades que ofrece. Cierto que el tema no era por completo nuevo (Hollywood lo abordó en los años treinta y cuarenta), pero en esta década cobra un renovado impulso, paralelo al perfeccionamiento de la técnica. Así, en Europa Occidental el mini-filón lo inicia Georges Franju con la justamente mítica Ojos sin rostro (1960) y lo prorrogan otros como Jesús Franco, Isidoro M. Ferry y Julio Coll. Hiroshi Teshigahara, si acaso, guarda alguna similitud con el primero, pero con El rostro ajeno (1966) de alguna manera entra a formar parte de la familia, mal que (posiblemente) le pesara.
Obviamente, la película de Teshigahara transita por otros derroteros, que vienen marcados por la novela homónima de partida, uno de esos ejercicios de solipsismo paranoico del escritor Kobo Abe, autor también de no pocas obras de ciencia ficción (entre ellas un precursor de Blade Runner) y compañero de disquisiciones de vanguardia de Teshigahara, que ya lo había adaptado para el cine en dos ocasiones. Así pues, para satisfacción de unos y disgusto de otros, en esta historia de un hombre desfigurado por un accidente de laboratorio que decide encargar un rostro nuevo para, entre otras cosas, comprobar los verdaderos sentimientos de quienes le rodean, se elude por ética (fidelidad al original) y estética (los gustos de Teshigahara) el enfoque del terror al que recurrieron los otros directores y se transita por el meollo de la novela, que es profundizar en la cuestión de cómo influye el rostro en nuestras relaciones. Pero además, Teshigahara potencia una historia que en el libro de Abe apenas sí supone unas pocas páginas, la de la chica con las facciones deformadas por las secuelas de la bomba nuclear, que aquí interactúa con el tronco principal de la narración, en lugar de constituir un paréntesis como en la novela original. De nuevo en la filmografía del director, el protagonista es un hombre que sufrirá una profunda transformación vital y psicológica, hasta el punto de convertirse en otro, casi literalmente, y se nos invita a reflexionar sobre temas tan inseparables de la sociedad moderna como la soledad, la incomunicación o las ataduras sociales.
La apuesta era muy arriesgada, pues no solo el lenguaje literario y el cinematográfico son muy distintos, sino que el estilo de Abe tiende al soliloquio o a las elucubraciones que los personajes no convierten en palabras, pero por fortuna Teshigahara se compenetra bien con el mundo del escritor y además sabe rodearse de un equipo técnico-artístico de lujo para ofrecer, como siempre, soluciones visuales novedosas. En esta ocasión, aparte de confiar la banda sonora a Toru Takemitsu (cameo incluido), uno de sus más fieles compañeros de viaje, encarga también algún diseño a futuras celebridades, como el escultor Tomio Miki o el arquitecto Arata Isozaki, a efectos de obtener imágenes que conviertan el laboratorio del cirujano en un espacio original e inquietante. En cuanto al elenco, si bien reúne nombres míticos del cine japonés como Tatsuya Nakadai o Machiko Kyo, Teshigahara no descuida la elección de secundarios de marcado perfil turbador, como Kunie Tanaka o Kyoko Kishida.
Por desgracia, el esfuerzo estético y presupuestario no fue acompañado por el éxito de público, algo que no puede sorprender si se piensa en el carácter elitista de la propuesta, pero se trata de un título cada vez más reivindicado por su irrepetible reunión de talentos.
Daniel Aguilar