"Z365" o "Festival todo el año" es la nueva apuesta estratégica del Festival en la que confluyen la búsqueda, el acompañamiento y el desarrollo de nuevos talentos (Ikusmira Berriak, Nest); la formación y la transmisión de conocimientos de cine (Elías Querejeta Zine Eskola, Zinemaldia + Plus, Diálogos de cineastas); y la investigación, la divulgación y el pensamiento cinematográfico (el proyecto Z70, Pensamiento y debate, Investigación y publicaciones).
Partiendo de un guión de Kobo Abe basado en su propia novela homónima, La mujer de la arena (1964) supone una de las grandes obras de la cinematografía nipona, así como el segundo encuentro entre el cineasta y ceramista Teshigahara y el escritor Abe, fructífera comunión entre las rupturistas formas de la Nueva Ola y la vanguardia artística japonesa coetánea, tras su colaboración conjunta en la fantasmagórica La trampa (1962). Un entomólogo urbanita busca insectos en una desértica llanura costera y queda atrapado en una cabaña junto con una extraña y solitaria viuda, resignada a una vida esclavizada, obligada a sacar cubos de arena una y otra vez para evitar perecer sepultada en el foso en el que malvive, en una suerte de revisión del existencialista mito de Sísifo. “¿Quitar arena para vivir o vivir para quitar arena?”, se pregunta nuestro insatisfecho protagonista sin obtener respuesta alguna. El engranaje capitalista no puede detenerse, so pena de que el individuo se vea abocado irremisiblemente a la desaparición total. En cada plano y encuadre del film encontramos una idea, un hallazgo estético. Teshigahara se recrea en una atmósfera opresiva dentro de un huis-clos asfixiante cercano al universo literario de Kafka, legando imágenes imborrables, hipnóticas, de gran belleza surreal, ayudado por la admirable fotografía de Hiroshi Segawa. Desliza sugestivas correspondencias visuales entre las dunas ondulantes y los encuentros sexuales entre la pareja protagonista, encarnada a la perfección por los soberbios Eiji Okada y Kyoko Kishida. A través de la puesta en escena sugiere cuestiones como la pérdida de identidad en un mundo alienado, la renuncia, o no, a la pasión creadora, la imposibilidad de escapar a las propias prisiones personales, la explotación e incomunicación del ser humano y su estéril rebelión contra el absurdo vital. En esta obra sugerente e hipnótica, compleja e inagotable como pocas, la arena no descansa y lo carcome todo, impregnando cada una de las imágenes del film con su fondo cegador de arena salina. La presencia de insectos y cuervos metaforiza la constreñida situación de los protagonistas. El juego de contrarios se manifiesta en los personajes y los espacios, en la diferencia de privilegios entre el mundo de los de abajo y el de los de arriba. La columna sonora del habitual y genial Toru Takemitsu aporta disonancias percutantes a un universo claustrofóbico, cercano al terror metafísico, con reminiscencias del cine occidental, en particular de Roman Polanski o Ingmar Bergman, pero también del japonés Kaneto Shindo. La singular manera de tratar el erotismo y la sensualidad, tan cara a Teshigahara, está presente en la plasticidad de los cuerpos, en los poros de la piel impregnados de arena, en la experimental manera de filmar las escenas de masaje entre los protagonistas, que siempre llevan a un excitante encuentro erotizante en las que el cuerpo de la mujer y las formas onduladas de las dunas se fusionan en imágenes sensoriales y prodigiosas, de alto poder simbólico. El agua, la humedad y el ulular del viento, así como los intervalos silenciosos, también contribuyen a ese logrado clima de lasitud, de atmósfera recargada y angustiosa del relato, de destino irrevocable y fatal. Tras esta insoslayable obra maestra, Teshigahara y Abe volvieron a colaborar en otros dos filmes casi igual de memorables: El rostro ajeno y El hombre sin mapa.
Pablo Fernández