La gente utiliza la palabra maldad pensando en algo ajeno o lejano, pero la mayor maldad habita en nosotros mismos. Lo dijo Jonathan Glazer en la presentación en el Victoria Eugenia de su película La zona de interés (The Zone of Interest), uno de los filmes más prestigiados en la última edición del festival de Cannes. Sobre esta idea construyó el escritor británico Martin Amis -fallecido el pasado mayo- una de sus lacerantes novelas, “La zona de interés”, su penúltima obra de ficción, publicada en 2015. El autor de la no menos relevante “La flecha del tiempo” explora en su libro el horror directo, como si este no existiera, dando la palabra a los verdugos del Holocausto: un complejo entramado de afectos y odios entre un ambicioso oficial nazi, el comandante de un campo de exterminio y la esposa de este.
Glazer, maestro de la sugerencia en el cine de la posmodernidad, como ha demostrado en Reencarnación y sobre todo la atmosférica e inquietante Under the Skin, además de sus imaginativos videoclips previos, adapta libremente el texto de Amis y lo lleva a un terreno aún más abstracto, eliminando los elementos de comedia negra de la novela y el triángulo sentimental. Consigue que sea una adaptación absolutamente fiel al espíritu del texto literario modificando muchos aspectos, lo mismo que, por ejemplo, hizo Alfred Hitchcock cuando llevó a la pantalla la novela de Patricia Highsmith “Extraños en un tren”.
Algunas palabras y situaciones son de Amis, pero la mayor incomodidad del texto fílmico es totalmente de Glazer. La película empieza con la pantalla en negro durante un par de minutos, y eso siempre resulta muy incómodo cuando no se sabe exactamente ante lo que te enfrentas. Lo que sigue después, según el contexto, podría ser hasta luminoso, como una partida de campo de Jean Renoir o las sonrisas de una noche de verano de Ingmar Bergman: varios adultos y niños hablando y bañándose en un lago hasta que el sol declina y regresan en coches a sus casas.
Pero el contexto no es el que mejor se corresponde con estas imágenes edénicas. Una de las familias, la formada por Rudolph y Hedwig Höss y sus cinco hijos, vive en una de las casas situadas justo al lado de un campo de concentración y Rudolph es el responsable de su organización. Desde el jardín puede verse el alambre de espino que corona el edificio de la infamia, así como las chimeneas de los hornos crematorios. No hace falta decir ni enseñar nada más. La zona de interés muestra el Holocausto fuera de campo, a través de ese edificio y los sonidos que durante el día, y sobre todo por la noche, llegan de él: gente llorando, gente gritando, gente insultando, las detonaciones de una pistola y, de repente, el silencio absoluto, aún más amenazador. El contraste entre lo que imaginamos que ocurre en el campo -lo sabemos, la Historia nos lo ha enseñado, pero en el dispositivo fílmico de Glazer nos quedamos con la imaginación, aterradora como la certeza- y lo que vemos de la apacible familia en la casa es demoledor y, posiblemente, mucho más efectivo hoy, en 2023, que las películas documentales y de ficción del momento inmediato o los años posteriores que documentaron el genocidio firmadas por Alain Resnais o Claude Lanzmann.
Glazer trabaja a fondo el sonido en off, utiliza de forma muy imaginativa elementos tan en apariencia cotidianos como el perro de la familia, que corretea constantemente por todos los espacios, es algo así como una presencia muda de lo que allí está aconteciendo, y nos sorprende con una suerte de fuga de la realidad a través de las imágenes nocturnas de una de las jóvenes judías que trabajan en la casa escondiendo objetos en el exterior y filmada en blanco y negro con luz luminiscente. También viaja por el tiempo en otro momento de la película para mostrar hoy lo que es Auschwitz, un museo que nos recuerda la barbarie: unas mujeres limpian sus cristales y barren sus suelos; detrás de uno de esos cristales están depositados centenares de zapatos y botas de los que perecieron en el campo.
Glazer filma de manera precisa, casi quirúrgica. Nunca eleva el tono, incluso en la discusión entre los Höss cuando a Rudolph lo ascienden en su malvado trabajo y Hedwig protesta porque ahora se siente a gusto donde vive, justo al lado de la tortura y los hornos de la abyección. Se puede decir más alto, pero no mejor. A la esposa la interpreta la alemana Sandra Hüller, actriz de moda este año: es también la protagonista del film premiado en Cannes con la Palma de Oro, Anatomie d’une chute -programada también en la sección Perlak del Festival- y ya brilló en Toni Erdmann, una de las mejores películas europeas de 2016.
Como unos años atrás hizo el director húngaro László Nemes en El hijo de Saul, Glazer demuestra que hay muchas formas de abordar el horror de los campos de exterminio nazis, de la abstracción a reconstruir con la cámara muy encima de los personajes el día a día en los barracones. La propuesta del británico es tan cautivadora como arriesgada, como lo fue la novela de Amis que ha tomado como punto de partida, cuestionada desde ciertos sectores porque les daba la palabra a los asesinos. Viendo a esta impoluta familia alemana de rasgos arios, comandada por un padre que se siente satisfecho de participar activamente en la denominada solución final, felices todos de vivir al lado de unas chimeneas que expulsan el humo negro de los crematorios de seres humanos, el espectador puede entender mejor porque ocurrieron aquellos hechos y hasta qué punto puede anidar en el ser humano la crueldad. Lo dijo Glazer en la presentación y lo refutan las imágenes de su extraordinaria película: el mal habita en nosotros.
Quim Casas