La trampa (1962) es rara como un perro verde, más rara que La mujer de la arena (1964), El rostro ajeno (1966) y El hombre sin mapa (1968), las otras tres películas de Hiroshi Teshigahara en las que colaborarían el escritor Kobo Abe y el compositor Toru Takemitsu. Si no lo creen, pasen y lean (o deténganse si piensan que el cine de Teshigahara admite la palabra spoiler). Ya en la brevísima escena pre-créditos hay un impresionante efecto sonoro de origen incierto o sobrenatural que desconcierta: mientras, en una noche muy oscura, un hombre y su hijo de corta edad huyen aterrorizados, no sabemos de qué, a través de calles y entre vías de tren, una suerte de grito fuerte, ensordecedor, se deja oír hasta cinco veces. ¿El estruendoso sonido cósmico que descoloca a Tilda Swinton en Memoria? Tal vez, pero carece de importancia, porque enseguida Teshigahara se olvida de él (y nosotros también), aunque otros sonidos y músicas discordantes irán periódicamente puntuando las imágenes y generando extrañeza en una banda sonora de marcado espíritu experimental.
En un marco desasosegante de pobreza extrema, padre e hijo recorrerán extrañas geografías desoladas, intentando el primero ganarse unas monedas trabajando en una mina o cargando carbón en un muelle. Puntualmente aparece la figura enigmática de un hombre vestido de blanco que espía al padre, lo fotografía, lo sigue. Y en un pueblo vacío, casi completamente deshabitado (solo permanece en él una vendedora de chuches), La trampa cambiará abruptamente de piel abrazando el género fantástico: la película de fantasmas, una modalidad muy arraigada en el cine japonés. De hecho, La trampa, como una embajadora de la hibridez, es una desprejuiciada mezcla de crónica social (cruda, desgarradora: un discurso nada complaciente sobre el capitalismo y la explotación, la esclavitud de la clase trabajadora), cine fantástico y film noir, mixtura a la que hay que añadir eventuales chispazos de comedia sarcástica y momentos de puro cinéma d’avant-garde.
En efecto, la segunda parte de la película es un fascinante cóctel molotov que contiene cuatro muertes violentas (además de una violación), otras tantas resurrecciones, la interrelación entre vivos y muertos, la inesperada presencia del tema del doppelgänger y, en última instancia (lo más emotivo y tierno), la desolación de un niño, el hijo del minero, que lo acaba perdiendo todo y derrama una lágrima final. Sin renunciar a un severo realismo (o neorrealismo: ¿no son, al fin y al cabo, padre e hijo dos criaturas tan pobres y desgraciadas como los protagonistas de Ladrón de bicicletas?), Teshigahara opera con una libertad creativa como no se vería en el cine japonés hasta el aterrizaje de Takeshi Kitano y nos deja constantemente ojipláticos con continuos giros de guion, cambios de tono, insertos excéntricos, etc. Un ejemplo: tras la escena del primer crimen, el despliegue de policías, policía científica, forenses y reporteros en una zona tan remota y aislada, como si se tratara del asesinato de un primer ministro en la arteria principal de una gran ciudad. Otro ejemplo: el primer plano de unas hormigas agonizando en un plato de agua, seguido del de la mujer del colmado cogiendo los insectos con dos palillos y junto a unas rosquillas en mal estado, putrefactas (es un instante ciento por ciento lynchiano). Tercer y último ejemplo y una constatación del humor irónico que gasta el cineasta: el encuentro del protagonista ya fiambre con otro fantasma que por veteranía lo sabe todo del más allá y, entre otras informaciones, le pronostica que se lo pasará muy mal en el mundo de los muertos por no haber comido antes de morir. Quedémonos con esta lección y vayamos bien comidos cada hora del día, por si las moscas y la parca.
Jordi Batlle Caminal