La atracción por la mutación del cuerpo y las enfermedades del alma vertebra la excelsa trayectoria cinematográfica del excéntrico David Cronenberg (Toronto, 1943), homenajeado en la presente edición del Festival con un merecido Premio Donostia que aplaude un cine de ideas y sensaciones, abierto a múltiples interpretaciones, a veces contradictorias, que busca agitar al espectador, despertando filias y fobias irremediablemente. Firma un cine intranquilizador como explorador del ser humano, erigiéndose en una de las voces autorales más importantes del fantástico actual. Personal a rabiar, e intransferible a nuestro pesar, se inició tras la cámara con pulso nervioso, embriagado por la serie B, con producciones de bajo presupuesto adscritas al gore, hoy de culto, entre ellas Vinieron de dentro de… o Rabia. Fueron sus primeros pasos antes de filmar clásicos de la historia del celuloide inquietante, como la perturbadora Videodrome o el desasosegante remake de La mosca. Bautizado por méritos propios como una rara avis, su impronta, a ratos depravada, siempre renovadora, ha ido mejorando técnicamente con el paso del tiempo, sin perder un ápice de sus obsesiones. Cambia la forma, mantiene el fondo, avanzando hacia su aceptación como “autor serio”, abriéndose a nuevas audiencias.
A partir de la indispensable Inseparables, el trabajo de Cronenberg comenzó a ser mejor considerado por la crítica, hasta su actual estatus de auténtico gourmet del cine de género, especialista en mostrar nuestro lado oscuro. Es capaz de retratar con su cámara la inquietud que corroe nuestra existencia, casando perfectamente con el ideal de artista que expulsa sus monstruos. Moldea la realidad, ordena nuestro caos interior y lo plasma sobre celuloide con imaginativas escenas que funden la perversión y la angustia. Es un cirujano de lo imposible, de los miedos y anhelos que se agarran como parásitos a nuestro cerebro, como bien demuestran obras inconfundibles, de mirada intensa y atmósfera turbia, como M. Butterfly, Crash o Spider, un trío de ases. La adaptación imposible de El almuerzo desnudo, la mirada irónica a su mundo de la mano de eXinstenZ o las impactantes Scanners y La zona muerta forman parte de su incontestable filmografía. Una historia de violencia, un implacable puñetazo al sueño americano; Promesas del Este –que inauguró el SSIFF en 2007–, árida e intensa; Cosmópolis, gélida y asfixiante; Un método peligroso, o cómo la sexualidad y el psicoanálisis van de la mano; y el delirio coral Maps to the Stars, complementan una carrera más regular de lo habitual en un creador de sus características.
Para Cronenberg “todos experimentamos para protegernos del caos y la locura”. En su trabajo es habitual encontrar un preocupante mensaje: la imposibilidad de sobrevivir intacto a un universo tecnológico en descomposición. La enfermedad no es necesariamente una amenaza, si no la posibilidad de cambiar y vivir otra existencia distinta, un cambio de identidad. Como narrador mantiene su identidad, aunque coquetee con la industria. Su mente ha dado pie a un rosario de momentos de horror inmortales en la historia del cine en general y el fantaterrorífico en particular. Tras el semblante hierático que el realizador canadiense luce en las entrevistas se esconde un individuo con un extraordinario sentido del humor. Un tipo serio y circunspecto, adicto a crear conflictos intelectuales, empeñado en arrojar las vísceras del terror cotidiano a los ojos del público, manteniendo su apariencia de hombre tranquilo y bien educado. Su cine retorcido choca con su mirada serena, enfatizándose su mensaje. Historias sórdidas rodadas con sobriedad pergeñadas por un genio al que San Sebastián rinde hoy pleitesía en el Teatro Victoria Eugenia. La ceremonia será coronada con la proyección de su última película, Crimes of the Future, un bello y siniestro canto a sí mismo.
Borja Crespo