Nueva York. La ciudad de Manhattan de Woody Allen, y Malas calles y Taxi Diver de Martin Scorsese, y Extraños en el paraíso de Jim Jarmusch, y Bad Lieutenant de Abel Ferrara. La ciudad de Paul Auster, los desayunos en Tiffany’s de Truman Capote y el blues de Beale Street de James Baldwin. Los grafitis de Basquiat y la factoría de Andy Warhol. Musicalmente, una joya, del universo de Broadway hasta el edificio Brill Building en cuyas dependencias Carole King, Gerry Goffin, Neil Diamond, Burt Bacharah y Fred Neil crearon imperecederas canciones pop. Y en el campo del rock urbano, el lugar de The Velvet Underground en los años 60, el de la New Wave post-punk a finales de los 70 (Patti Smith, Television, Ramones, Suicide, Richard Hell, Talking Heads, Blondie) y la No Wave unos años después (Contortions, Lydia Lunch, DNA, Mars, Lounge Lizards), el ambiente del CBGB y, en clave de vanguardia, la Knitting Factory. Y cuando parecía que ya no podía dar más de si como receptáculo rock, en 1998-1999 se empezó a fraguar en la ciudad de los rascacielos otra escena alternativa que se prolongó de forma muy activa hasta mediados del decenio siguiente, realizando la transición entre décadas y siglos bajo influjos musicales varios y un acontecimiento socio-político-económico de la importancia de los atentados terroristas del 11/S del 2001.
Aquel trauma, aquellas personas muertas, la caída de las Torres Gemelas, la marea de ceniza, el recuerdo de la zona cero, estuvo presente en no pocas canciones de las bandas que florecieron en aquel momento en Nueva York. La más conocida, la que consiguió una mayor dimensión internacional, fue The Strokes, el grupo liderado por Julian Casablanca y Albert Hammond Jr. que practicó una suerte de garage-pop, se separaron y han vuelto al menos en dos ocasiones. Pero también acariciaron el éxito –absoluto o minoritario– los Yeah Yeah Yeahs, Karen O, TV On The Radio, Moldy Peaches, Interpol, Liars, The Rapture y los bulliciosos LCD Soundsystem liderados por James Murphy, una sorprendente banda de dance-punk cuya vigencia sigue siendo absoluta.
Meet Me in the Bathroom retrata a la perfección el estado de ánimo de la época, y también el ocaso del movimiento –más vital e improvisado que ideado y meditado– que recogía lo mejor de la efervescencia del punk primigenio y el rock independiente para lanzarlo por otros derroteros sonoros. Lo hace recurriendo al montaje de imágenes y audio de archivo, sin ninguna entrevista hecha en la actualidad al estilo de los clásicos bustos parlantes. La dinámica es absolutamente audiovisual, y sigue siendo igual de didáctica que el reportaje más convencional. En este sentido, tiene algún punto en común con The Blank Generation (1976), el “documental” que rodó Amos Poe con la escena neoyorquina de Richard Hell, Patti Smith y compañía en base a imágenes de conciertos con el sonido desincronizado.
La película ha sido realizada por Dylan Southern y Will Lovelace, realizadores de videoclips de Arctic Monkeys, Franz Ferdinand y Björk, y responsables de excelentes rockumentales como No Distance Left To Run (2010), centrado en el grupo Blur, y Shut Up and Play the Hits (2012), precisamente sobre el concierto de despedida de LCD Soundsystem: ¡cállate y toca los grandes éxitos! (muy punk, muy dance). En Meet Me in the Bathroom no se han limitado a buscar, seleccionar y montar imágenes de aquella escena, sino que han elaborado ante todo un film de sensaciones, muy generacional si se quiere, antes que un documental ortodoxo, en el que Nueva York, como en el cine de Scorsese o Allen, adquiere un enorme protagonismo. En este sentido es muy bonita la idea de ensamblar imágenes de actuaciones y de la ciudad con la canción “When I Was Seventeen”, en la que Frank Sinatra desgranó las expectativas de la gente joven que deja atrás la adolescencia y encara el fin de la inocencia, como les ocurrió, con unos años más, a los Strokes, a James Murphy, Karen O y compañía.
Quim Casas