En 2010, la Sección Oficial del Zinemaldia acogió el estreno de una película insólita, El gran Vázquez. Dirigida por Óscar Aibar y protagonizada por Santiago Segura, el film recreaba la vida y obra de Manuel Vázquez, uno de los dibujantes estrella de la llamada Escuela Bruguera, la añorada factoría de tebeos barcelonesa. Vázquez, autor de personajes emblemáticos como “Las hermanas Gilda” o “Anacleto, agente secreto”, tuvo una vida de película con esa planta de antihéroe y esa leyenda de pícaro y de vividor que él mismo se encargó de alimentar. Sin embargo, no fue el único dibujante de aque- lla época con un periplo vital digno de ser contado. Algunos de quienes le precedieron e integraron la primera generación de la Escuela Bruguera, presentan una biografía tanto o más apasionante que la de Vázquez. Entre todos ellos, Josep Escobar, el mítico creador de series como Zipi y Zape, Carpanta, Tobi o Petra, criada para todo, ocupa un lugar especial.
Nacido en Barcelona en 1908, se trasladó con su familia a Granollers donde con apenas 17 años sacó una oposición para trabajar en Correos. Esto le dio estabilidad laboral y le permitió volcarse en su verdadera pasión, el dibujo. Durante los años 30 colaboraría con publicaciones catalanistas y de marcado carácter izquierdista como “La gralla” o “L’Esquella de la Torratxa”. Este hecho le llevó a ser depurado al finalizar la Guerra. El franquismo le desposeyó de su plaza de funcionario y Escobar fue condenado a una pena de seis años de cárcel de la que cumpliría uno. Como tantos otros autores de novela popular y de historietas que corrieron la misma suerte, su creatividad le permitió sobrevivir en esos duros momentos haciendo caricaturas de otros presos por encargo. Tras salir de la cárcel, Escobar se integró en la plantilla de Bruguera, sello famoso por contratar con salarios por debajo de convenio a dibujantes represaliados por el franquismo. Allí, junto a colegas como Cifré, Conti, Peñarroya o Giner, dio brillo a la primera época de esplendor vivida por la editorial antes de que desembarcase en ella la generación de los Ibáñez, Raf, Segura o Gin.
Sin embargo, lo que pocos saben es que paralelamente a su obra gráfica (en la que trabajaría ininterrumpidamente a lo largo de cinco décadas), Josep Escobar fue uno de los pioneros del cine de animación en España. En 1933 realizó la película La rateta que escombrava l’escaleta, inspirada en el cuento “La ratita presumida”, film del que han desaparecido todos los negativos, al igual que de su siguiente trabajo, que sería distribuido por la filial ibérica de Paramount Filmes. En 1938 entró como animador en Hispano Grafic Films y cuando salió de las penitenciarías franquistas volvió a enrolarse en la compañía, pero por poco tiempo. Su condición de represaliado no le favorecía y un simple roce con el patrón del estudio le llevó a ser despedido. Una situación que se repetiría en la sociedad que formó con Joaquín Muntañola para realizar películas como Una perrita para dos y El Fakir González en el circo. Muntañola se valió de la posición de precariedad de Escobar para acreditarse como único director de ambos títulos sin que aquel pudiera protestar. Posteriormente fue contratado para dirigir una de las tres unidades de animación de los míticos Estudios Chamartín, una aventura que apenas se prolongó durante un año. Quizá fueran estas experiencias frustrantes las que hicieron al ‘padre’ de “Zipi y Zape” abandonar el cine y volcarse en el mundo de la historieta.
No obstante, de manera puntual y alentado por el éxito de sus creaciones para Bruguera, volvió puntualmente a coquetear con el séptimo arte, como lo prueba esta Érase una vez… restaurada por Filmoteca de Catalunya y que podrá verse hoy en el Festival. Un clásico ignoto donde Escobar, a pesar de aparecer acreditado únicamente como director artístico, parece ser que tuvo responsabilidades mayores. No obstante, su activismo político durante la República, una vez más, jugó en su contra. En aquella España siniestra y hambrienta (evocada por Escobar de manera magistral a través de un personaje como “Carpanta”), la disidencia estaba penada, por activa o por pasiva.
Jaime Iglesias