Si la historia de la amargura hubiera de escribirse a veinticuatro fotogramas por segundo, en el capítulo dedicado a España Nueve cartas a Berta (Basilio Martín Patino, 1966) tendría que ocupar un lugar destacado. La trama es, en apariencia, sencilla: Lorenzo (Emilio Gutiérrez Caba), un estudiante salmantino, se reencuentra con la ciudad y con su gente al volver de un viaje al extranjero durante el que se ha enamorado de Berta, la hija de un exiliado de la guerra civil, a quien nunca veremos ni escucharemos en pantalla. A través de nueve cartas, Lorenzo expresa la añoranza que siente por Berta y por su mundo, recién descubierto, y el deseo de que ella conozca el de él, que lo pueda apreciar y comprender a pesar de todo lo que de arcaico, inmovilista o aborrecible pueda tener el espíritu y el carácter de esa pequeña y hermosa ciudad de provincias que es la Salamanca de 1965. Poco importa que allí le esté esperando Mary Tere (Elsa Baeza), una chica de clase media con la que la familia de Lorenzo espera que se case. El viaje al exterior ha abierto una brecha que difícilmente podrá cerrarse sin una profunda melancolía.
Bajo esa aparente sencillez se revela, como advirtió Manuel Villegas López, “una enorme riqueza que parece no agotarse nunca”. El respetado crítico, retornado del exilio, debió de comprender –sentir– muy profundamente el subtexto de la película cuando escribió sobre ella en el libro “Nuevo Cine Español”, editado por el Festival de Cine de San Sebastián en 1967: “Película diáfana, cristalina, de una primera sencillez que llega hasta la ingenua fragancia. Pero pensada, trazada, construida con una compleja arquitectura, que ofrece una infinidad de perspectivas, en sucesivas lejanías”. Nueve cartas a Berta construye un afuera desde el que mirar hacia dentro y esa escisión no podría ser nunca ni invisible ni indolora. Nos obliga a distanciarnos para después invitarnos a comprender. Se manifiesta a través de la fotografía de Enrique Torán y el montaje de Pedro del Rey, cuando la imagen se congela en el preciso instante en que Lorenzo muestra un gesto contrariado y ausente, o cuando Isidro (Antonio Casas), su padre, expresa cansancio, o desazón, tras la ventanilla enrejada del banco en el que trabaja. También cuando, a cámara lenta, Laura (Mary Carrillo), su madre, plancha ropa interior en la cocina: “A mí me gustaría que la quisieras mucho también (...) Yo solo desearía para ti que fueses un poco más feliz que ella, más sincera, como menos esclava, más independiente, no sé cómo decirte... ¡Más libre!”—le escribe Lorenzo a Berta.
El estilo documental es otro de los recursos que funcionan como lente de aumento de la realidad, poniéndola de manifiesto, pero avisándonos de que no se trata aquí de disimular las manos –o la mirada– que sostienen ese espejo que, según la máxima estendhaliana, se pasea a lo largo del camino, sino de mostrarlas y mostrarnos, a la vez, el azul del cielo y el fango de los lodazales que encontramos a nuestro paso. Lo descubrimos en los gestos sencillos de la anciana que se trenza los cabellos, o en los collages de letreros de los comercios de Salamanca que anticipan el muestrario, el archivo capitalino que Patino habría de componer años después junto a José Luis García Sánchez en Paseo por los letreros de Madrid (1968). En el plano sonoro, la voz de Lorenzo, que se superpone constantemente a la imagen, añade capas de espesor temporal al entrelazar el presente de la escritura de las cartas a Berta, que se impone m ás y más a medida que avanza el metraje, con el pasado que estas evocan.
Un velado campo de batalla
Presentada en la XIV edición del Festival Internacional de Cine de San Sebastián, donde se alzó con la Concha de Plata a la Primera Obra, Nueve cartas a Berta pronto fue encumbrada como una referencia clave del Nuevo Cine Español. Un cine que, en palabras de Villegas López, respondía a una “profunda e irrenunciable necesidad de renovación” pero que “no ha surgido desde abajo”, sino que “ha sido promovido, fomentado, continuamente apoyado, estrictamente lanzado desde arriba, oficialmente”. No en vano el guion de la ópera prima de Basilio Martín Patino cosechó numerosos premios y reconocimientos, como su proclamación como la mejor película presentada a la IV Semana del Nuevo Cine Español de Molins de Rey. Sin embargo, Nueve cartas a Berta fue también un velado campo de batalla en el que Basilio Martín Patino persistió en la lucha contra la censura que ya había marcado el tono de su intervención, cuando todavía era un estudiante, en las I Jornadas de Escuelas de Cine que organizó el Festival de San Sebastián en 1960 – cuyas actas ha rescatado el equipo del proyecto “Zinemaldia 70: todas las historias posibles”. Una lucha, aquella, que marcaría el conjunto de su filmografía hasta el punto de convertirse en emblema del cineasta salmantino.
A pesar de que Patino ya había sufrido un fuerte embate de la censura cuando en 1960 filmó el documental El noveno, la compleja arquitectura y el espesor de Nueve cartas a Berta fueron, en este caso, garante para el visto bueno de los censores, quienes supusieron que sería una “película aburrida para el público general", cuyo “guion apto para una realización formalista y preciosista” podría gustar, como mucho, en cineclubs. Aun así, condicionaron el estreno a la exigencia de que los productores realizaran varias ‘adaptaciones’ a la copia terminada, entre ellas la sustitución de los títulos de las cartas 7 (La guerra), 8 (La posguerra) y 9 (Los aires de paz), que en la versión autorizada pasaron a titularse: 7. Pretérito imperfecto; 8. Tiempo de silencio; 9. Un mundo feliz. La restauración realizada por Filmoteca Española que se presenta en Klasikoak se ha llevado a cabo a partir de los negativos conservados de la copia que se comercializó en su estreno –a la que, a sugerencia de la distribuidora, se añadió la leyenda explicativa que aparece antes y después del título– y ofrece, por tanto, la versión más próxima a la que circuló en cines y vio el público en su momento. Un público que, por cierto, no fue ni tan escaso ni tan desinteresado como a los censores les hubiera gustado. Escribió Carlos Rodríguez Sanz en “Cuadernos para el diálogo”: “Nueve cartas a Berta es un techo en cuanto a la libertad con que ha sido concebida y realizada. Solo la intransigencia, obstinación y firmeza de Patino han podido conseguir una obra tan coherente y tan precisa en unas condiciones tan desfavorables. (...) Una obra aparentemente tan difícil y libre es, sin embargo, la única capaz de interesar. (...) Nueve cartas a Berta viene a demostrar la existencia de un público extenso que desea que le hablen de sí mismo y de su país, que está dispuesto a escuchar cualquier voz con tal de que se exprese con claridad e independencia”.
El proyecto emprendido por Basilio Martín Patino tras Nueve cartas a Berta no corrió la misma suerte. Su versión de Rinconete y cortadillo, un encargo de TVE, fue abortada en 1967 por intervención directa del Ministerio de Información y Turismo. Quizá por ello, cuando en 1968 se publicó el guion de su primer largometraje, Patino escribió: “publicar un guion como el de Nueve cartas a Berta es un acto (...) rutinario e inútil, un hacer por hacer dentro de los mecanismos vigentes, no sé si por aburrimiento o por justificación, o porque da igual, o porque nos lo creemos, o porque, bueno, pues a editarlo, y allá cada cual, que a lo mejor todavía a alguno puede servirle en solitario para medir su perspectiva y echar a correr, o para autoengañarse y mirarse como un narciso necesitado de afirmarse y estimularse con la sensación de que existe”. Su segundo largometraje, Del amor y otras soledades (1969) solo pudo estrenarse tras ser masacrado por la censura. Canciones para después de una guerra (1971) fue fulminantemente prohibida y casi fue destruida después de haber recibido la protección de Interés Especial. A partir de entonces y hasta la muerte de Franco, Patino trabajó en la clandestinidad del estudio en el que montaba sus películas. La amargura del Lorenzo de Nueve cartas a Berta palidece, sin duda, ante las vicisitudes por las que pasó el cineasta en los oscuros años de la dictadura. Pero esa amargura fue, también, la semilla de la indomable rebeldía y la insumisión ante la opresión por las que tanto queremos a Basilio Martín Patino.
Sonia García López