Ganador del Oscar por La gran belleza y autor de una de las filmografías más personales y reconocibles del cine contemporáneo (integrada por obras como Las consecuencias del amor, Il Divo, La juventud o la serie “El joven Papa”), Paolo Sorrentino ha comparecido en Donostia para dar una masterclass a los estudiantes de cine y para presentar su última película, É stata la mano di Dio, una producción que será estrenada en Netflix tras su paso por el último Festival de Venecia. En un encuentro con la prensa, el cineasta italiano reconoció que este film donde recrea su propia juventud en el Nápoles de los años 80 y su prematura orfandad es su película más personal: “Se trata de una película donde la puesta en escena no tiene la complejidad de otras películas mías y donde hablo de sentimientos de una manera directa”. El director reconoció que fue Roma, el largometraje de Alfonso Cuarón, el que le dio “la pauta conceptual para rodar una historia personal, íntima, hecha de recuerdos”.
Cuestionado sobre el porqué había decidido rodar este tipo de propuesta justamente ahora, Sorrentino reconoció que “llevo treinta y cinco años en un diálogo íntimo conmigo mismo hablando de mi dolor y pensé que haciendo esta película igual se abrían las aguas y la cosa cambiaba. También me animó a rodarla el hecho de hacer entender a mis hijos porqué soy como soy, una persona imperfecta que precisa de la ironía para ocultar mis propios defectos, tal y como hacían mis padres”. Ese retrato íntimo de sí mismo que acomete el director en É stata la mano di Dio nos conduce, inevitablemente, a su ciudad natal, Nápoles, un escenario al que no volvía desde su ópera prima como realizador, L’uomo in piú: “No es que sintiera que le debía una película a Nápoles, pero qué duda cabe que es la ciudad en la que desperté a la vida, el lugar donde descubrí el mundo, por mucho que para la mayoría de los napolitanos el mundo empieza y acaba en Nápoles. Quizá fuera esa la razón que me empujó a irme de allí”.
En ese sentido, hablar del Nápoles de los 80 es hablar, claro está, de Diego Armando Maradona, una figura que, para la población partenopea, trasciende los rigores de lo estrictamente futbolístico hasta alcanzar un estatus cuasi mesiánico: “Hay que entender de donde veníamos. Nápoles era una ciudad empobrecida, lastrada por la guerra entre bandas mafiosas, un lugar empobrecido, peligroso, donde la gente apenas salía de sus casas. El advenimiento de una figura como Maradona lo cambió todo, fue una especie de liberación, como cuando llegaron las tropas americanas al final de la II Guerra Mundial”. Sorrentino reconoce que “a mí, personalmente, Maradona me salvó la vida. La noticia de su fallecimiento me sorprendió en pleno montaje de É stata la mano di Dio y me gustaría que esta película fuera percibida no solo como un homenaje sino también como un gesto de agradecimiento”.
Diego Armando Maradona no es el único homenajeado en el último largometraje de Sorrentino donde también emerge la figura tutelar de Federico Fellini. De hecho, si algunos se apresuraron en definir La gran belleza como la particular revisión de Sorrentino del universo de La Dolce Vita, no han sido pocos los que han dicho que É stata la mano di Dio es el particular Amarcord del cineasta napolitano: “Yo no creo tener la grandeza de Fellini, de hecho, yo necesito a actores y él, muchas veces, funcionaba con intérpretes no profesionales. Su evocación en la película responde a un recuerdo de juventud, ya que mi hermano, efectivamente, participó en un casting que Fellini organizó en Nápoles buscando figuración para una película”. A pesar de negar que la película pueda ser asumida como un homenaje al director de La Strada, la figura de éste está muy presente en la última obra de Sorrentino, donde incluso se evoca una frase felliniana en la que el de Rímini aseveraba que las películas no son necesarias pero que pueden ser de ayuda para escapar de la realidad, un pensamiento que hace suyo Sorrentino y que extiende al fútbol: “Tanto el cine como el fútbol tienen esa capacidad, la de enfrentarnos durante una hora y media a una historia cuyo final desconocemos. Eso nos hace transportarnos a un mundo de ilusión y, por eso, creo que ni el cine ni el fútbol morirán nunca porque las personas tenemos esa necesidad de pensar que otro mundo es posible”.
Jaime Iglesias