"Z365" o "Festival todo el año" es la nueva apuesta estratégica del Festival en la que confluyen la búsqueda, el acompañamiento y el desarrollo de nuevos talentos (Ikusmira Berriak, Nest); la formación y la transmisión de conocimientos de cine (Elías Querejeta Zine Eskola, Zinemaldia + Plus, Diálogos de cineastas); y la investigación, la divulgación y el pensamiento cinematográfico (el proyecto Z70, Pensamiento y debate, Investigación y publicaciones).
Nacido en París en 1982, regresó a Galicia (la tierra de sus ancestros) a los seis años. Debutó en el largometraje en 2010 con Todos vós sodes capitáns, que, tras presentarse en la Qinzaine des Réalisateurs de Cannes, se hizo con el premio FIPRESCI. En 2016 volvió a Cannes con Mimosas, que recibió el Gran Premio de la Semaine de la Critique, y este año, también en el certamen francés, presentó su última película O que arde que ahora llega a Perlak.
¿Cómo llegas a este personaje y a esta historia? El soltero de montaña es un perfil que tenemos muy asentado en el mundo rural gallego y a mí me conmueve profundamente porque es alguien que parece carecer de herramientas para vivir en este mundo, que tan despiadado se muestra con los seres frágiles. Luego está también el personaje de Benedicta, su madre, una mujer fuerte que, si lo es, precisamente, es por su capacidad para amar incondicionalmente.
¿Más allá del tema del fuego diría que el asunto central de O que arde es la representación del desarraigo?
Sí, sin duda. Del mismo modo que con el paso de las estaciones la película se va abriendo, el personaje de Amador, el protagonista, se abre también. Él es alguien que acaba de salir de prisión para, en cierto modo, meterse en otra cárcel. En ese viaje que emprende surgen las preguntas: ¿Conseguirá adaptarse? Yo creo que el verdadero desarraigo es el que acontece dentro de nosotros mismos. El otro día leí una frase muy bonita en la que se decía que lo que nos hace civilizados es nuestra disponibilidad para con los demás.
En esta película, como en sus anteriores trabajos, su manera de filmar es muy orgánica y el retrato que hace de esa realidad a la que se aproxima resulta casi antropológico. ¿Cómo justifica esa mirada?
Siempre intento que haya un equilibrio. Obviamente me gusta mucho filmar el modo en que las personas interactúan con los animales, con el paisaje, la manera en que un personaje corta el pan. A menudo tengo la sensación de que este tipo de gestos encierran el secreto del universo (risas). Me gusta enraizar esas sensaciones, que el espectador experimente el éxtasis del viaje y que sienta a los personajes, no que los entienda. He querido hacer una película esencial, que huyera de los caminos fáciles de la psicología.
A pesar de narrar una historia enraizada en un ámbito muy concreto, el éxito internacional de la película evidencia su carácter universal.
El alma humana tiene la misma geometría aquí que en Perú o que en Rusia. Cuando haces una película que va a la esencia de las cosas, que muestra su alma, es fácil conectar con gente de diferentes latitudes que se reconoce, sin problemas, en lo que le estás contando. No quería que me saliera una película intelectual sino emocional y cuando escucho a personas de otros países decirme, por ejemplo, que el personaje de Benedicta les recuerda a sus abuelas, me siento muy gratificado.
En una entrevista reciente usted afirmaba que le gusta inmolarse en cada película que rueda.
Dirigir cine es una profesión de riesgo. Yo soy una persona muy perfeccionista y justamente el cine es el arte de la imperfección pero no puedo evitar vaciarme en cada película que ruedo, justamente porque siento que tengo una responsabilidad con quienes me precedieron. En O que arde he rodado en los mismos prados en los que han trabajado familiares míos durante siglos. Grabamos una escena en el cementerio donde están enterrados casi todos mis antepasados. Yo recomiendo a cualquiera que pueda hacerlo que ruede una película en su aldea. Es algo que te depura. Es casi curativo.
Jaime Iglesias