"Z365" o "Festival todo el año" es la nueva apuesta estratégica del Festival en la que confluyen la búsqueda, el acompañamiento y el desarrollo de nuevos talentos (Ikusmira Berriak, Nest); la formación y la transmisión de conocimientos de cine (Elías Querejeta Zine Eskola, Zinemaldia + Plus, Diálogos de cineastas); y la investigación, la divulgación y el pensamiento cinematográfico (el proyecto Z70, Pensamiento y debate, Investigación y publicaciones).
En el dilatado exilio europeo al que le abocó el macartismo, Joseph Losey estaba destinado a cruzarse con la pareja de hecho que en Francia formaban dos rojos de ley como eran Jorge Semprún, madrileño republicano de extracción burguesa y temperamento activista, e Yves Montand, expatriado italiano de ascendencia proletaria que ya contaba con prestigio internacional como cantante y actor. Para entonces, además de una larga amistad, Semprún y Montand habían compartido créditos, como guionista e intérprete, en piezas políticas como Z. (1969) o La confesión (1970), ambas de Costa- Gavras, y antes en La guerra ha terminado (1966), donde Alain Resnais recogía la intensa actividad clandestina de Semprún como miembro destacado del Partido Comunista durante la dictadura franquista.
De nuevo en primera persona, empleando las maneras memorialistas que ya afianzaban la obra literaria de Semprún, Las rutas del Sur (1978) se plantea como una extensión biográfica de La guerra ha terminado, si bien la circunstancia del escritor, que por entonces acababa de publicar su célebre “Autobiografía de Federico Sánchez” en torno a su expulsión del PCE por discrepancias con la línea oficial del partido, sumada a la de un cineasta consciente de estar frente a un lienzo de otoño como era el Losey de finales de los setenta, le escatimarán a la película el perfume operativo y la idea de peripecia que alentaban la contribución de Resnais. A cambio, Losey ofrece una densidad emocional cálida y lúgubre, acorde al lapso que va de las últimas ejecuciones del franquismo a la muerte del dictador en octubre de 1975, cuando se columbra un futuro lleno de presagios, aprensiones y nostalgia de la lucha.
Cuatro años después de ese último aporte sociopolítico, un Losey de 73 años tomará una novela de Roger Vailland que había deseado adaptar veinte años antes con Brigitte Bardot.
Lo hace tarde y resignado, con Isabelle Huppert en la piel de un depredador sentimental que recuerda a otros personajes estériles en lo afectivo como la mademoiselle de Tony Richardson o la misma Eva de Losey, ambos compuestos por Jean Moreau, y en cierto modo prefigura a la pianista que la misma Huppert entregará años después a Haneke.
La Truite recupera uno de los grandes temas de la filmografía del director: el sexo como juego de poderes, un mercadeo que aquí se vincula al mundo de las finanzas y el auge multinacional que en los primeros años ochenta cuajaría la decadencia fin de siècle. Losey hace el seguimiento de un personaje voluble y manipulador, una Huppert que trisca una película que no le pertenece y recorre un relato desmadejado en el que todos son víctimas.
Como Las rutas del Sur, La Truite parece conducida por un desánimo, nace algo vencida ya en su día y, pese a sus saludables momentos de perversión y sus certeros comentarios sobre la sexualidad, vuelve a ser una apología de la resignación y una película de resistencia, otra prueba de que Losey sólo capituló ante sí mismo.
RUBÉN LARDÍN