"Z365" o "Festival todo el año" es la nueva apuesta estratégica del Festival en la que confluyen la búsqueda, el acompañamiento y el desarrollo de nuevos talentos (Ikusmira Berriak, Nest); la formación y la transmisión de conocimientos de cine (Elías Querejeta Zine Eskola, Zinemaldia + Plus, Diálogos de cineastas); y la investigación, la divulgación y el pensamiento cinematográfico (el proyecto Z70, Pensamiento y debate, Investigación y publicaciones).
Nunca sonará –al menos en nuestras latitudes– en las radios comerciales ni será un nombre en boca del gran público, pero Daniel Johnston es uno de los artistas más personales de las últimas tres décadas. La palabra genio parece inventada para él. Lo sabe gente como Tom Waits y Sonic Youth, Nirvana y Sparklehorse, Wilco, Beck y Yo La Tengo. Y muchos más, rendidos frente a composiciones maravillosas e interpretaciones sin pulir que nos descubren con toda su crudeza el universo de un hombre roto en mil pedazos por la enfermedad y el amor. El mundo de Johnston, poblado de globos oculares, fantasmas amigables, superhéroes salvadores, su obsesivo amor de juventud (no correspondido) y la constante presencia y amenaza del Diablo (“existe y sabe mi nombre”) se reencarna en canciones de una fragilidad sobrenatural que sirven de terapia reparadora para el autor (y para sus oyentes).
Adolescente hiperactivo, convirtió el sótano de la casa familiar en Virginia en una cueva de las maravillas desde la que daba rienda suelta a las historias que correteaban por un cerebro en constante ebullición: dibujos, películas, monólogos dictados en centenares de cintas de casete. En este último formato empezó a labrarse un nombre como cantautor cuando, instalado en Austin (Texas) y ganándose unos dólares como empleado de un McDonald’s, empezó a hacer circular sus grabaciones de forma artesanal. Songs of Pain (1981) es la primera prueba “física” de su inagotable caudal para aunar palabra y música en una carrera larga y accidentada –un ejemplo: su fichaje en los primeros noventa por la multinacional Atlantic en pugna con Elektra; de ahí saldría el álbum Fun vendió 5.800 copias y la compañía se deshizo de él sin contemplaciones– que no ha parado de alumbrar obras únicas desde entonces. La más reciente, Beam Me Up!, algo así como unos “grandes éxitos” reinterpretados con el apoyo orquestal de los holandeses Beam.
Jeff Feuerzeig –en su haber un primer largometraje sobre otros outsiders del rock: Half Japanese: The Band That Would Be King (1994)– se acerca a Johnston casi como si se tratara de un personaje de leyenda. De manera cronológica y con intervenciones de familiares y amigos, asistimos al aterrador florecimiento de una mente dañada –trastorno maníaco depresivo, agravado por la ingesta en 1986 de LSD durante un concierto de Butthole Surfers– que halla en el arte un horizonte donde derramar los cascotes de sus sueños rotos. Parafraseando una de sus primeras canciones, Johnston se convierte en el fantasma de su propia ópera mientras va dejando por el camino migajas de su alma en dibujos de trazo infantil y canciones destartaladas.
Para su empresa, Feuerzeig cuenta con un material de primera: cientos de horas de grabaciones caseras de imagen y sonido que, ordenadas con tino y aportando breves toques creativos, levantan acta de la trayectoria de un artista excepcional atrapado en el abisal laberinto de una mente machacada. The Devil And Daniel Johnston –que le valió a su director el premio al Mejor Realizador Documental en Sundance 2005– es un acto de amor sin ninguna cursilería y con mucho respeto hacia un artista crucial que ya ha estado en el infierno y al que espera el cielo de la posteridad.
Juan CERVERA