"Z365" o "Festival todo el año" es la nueva apuesta estratégica del Festival en la que confluyen la búsqueda, el acompañamiento y el desarrollo de nuevos talentos (Ikusmira Berriak, Nest); la formación y la transmisión de conocimientos de cine (Elías Querejeta Zine Eskola, Zinemaldia + Plus, Diálogos de cineastas); y la investigación, la divulgación y el pensamiento cinematográfico (el proyecto Z70, Pensamiento y debate, Investigación y publicaciones).
Por mucho que pueda sorprender a algunos espectadores, el ninkyo-eiga, el cine de yakuza tradicional, no tiene mucho que ver con la realidad del crimen organizado nipón, ni con el crimen en general. Si para el espectador occidental, el film noir, el thriller, son la manifestación traducida en espectáculo de esas realidades paralelas que coexisten en cada uno de nosotros, individuo y ser social, y que el delito cuestiona –según explicaba el crítico francés Marcel Oms–, el ninkyo-eiga opera desde otra óptica mental y cultural.
El ninkyo-eiga surge en un momento en que las “películas de sable” o ken-geki adquieren una nítida conciencia crítica frente a los valores tradicionales japoneses, representados por la figura del guerrero samurai, abierta y cruelmente desmitificada en títulos como Harakiri (1962) y Rebelión (1967), de Masaki Kobayashi, o Tiranía (1969) y Tenchu! (1969), de Hideo Gosha. Su público habitual —desde adolescentes y amas de casa, hasta directivos de empresa, pasando por oficinistas, obreros, funcionarios…—, anhelante de acción y aventuras, pero también, de ficciones que aliviaran la maltrecha moral nacional, pronto se decantó por el ninkyo-eiga. El género rápidamente ocupó el puesto del kengeki como garante de las esencias nacionales, de un cierto cine anclado en el pasado. El yakuza sustituyó en la imaginación popular al samurai como símbolo de valor y fuerza, de salud física y de integridad moral, de apego a las tradiciones, al clan, a la familia a la que se pertenece; dispuesto a matar y a morir si es necesario para que su honor y el de los suyos prevalezca. De hecho, el tétrico romanticismo del ninkyo-eiga reivindica de forma abierta, y desde una óptica un tanto reaccionaria, las excelencias morales de un mundo irreal, mítico.
El ninkyo-eiga retomó, además, la fantasía del “bandido caballeroso”, el machi-yakko, divulgada por numerosas obras de teatro kabuki durante los siglos XVII y XVIII, como bien prueba el filme Jirokichi The Rat (1931) de Daisuke Ito, que narra las peripecias de Nezumi-kozo Jirokichi, un bandolero a lo Robin Hood que quita a los ricos para dárselo a los pobres. El ninkyo-eiga, por otra parte, fijaba unas normas de conducta, basadas en el código samurai, contrastándolas con la vileza del mundo moderno: a los enemigos de los yakuza, traicioneros, cobardes, únicamente les interesa el dinero y el poder.
Como puede apreciarse en A Diary Of Chuji’s Travels (1927) de Daisuke Ito, el ninkyo-eiga es, en síntesis, una película de época, un jidai-geki que conjuga principios dramáticos propios del sewamono (dramas de la vida cotidiana), extraídos del teatro kabuki, y un cierto ideario estético del ukiyo-e —pinturas de un mundo efímero y terrenal, en contraposición a lo inmutable y lo divino—, combinando acerados apuntes realistas con visiones muy subjetivas y estilizadas de la vida cotidiana y de sus protagonistas. En la cinta de Ito destacan el retrato de ambientes y personajes que configuran el viaje del bakuto (tahúr) Kunisada Chuji, un personaje legendario similar a Jesse James, popularizado por las novelas pulp niponas de principios del siglo XX, llamadas matatabi-mono. Chuji, erigido en rey del kyokaku —el origen de los yakuza—, es el epicentro de una narración épica muy alejada del cine de Kinji Fukasaku y sus contemporáneos, que resume a la perfección los orígenes caballerescos del ninkyo-eiga, un cine que, insistimos, poco tuvo que ver con el crimen y mucho con la espada.
Antonio José NAVARRO