"Z365" o "Festival todo el año" es la nueva apuesta estratégica del Festival en la que confluyen la búsqueda, el acompañamiento y el desarrollo de nuevos talentos (Ikusmira Berriak, Nest); la formación y la transmisión de conocimientos de cine (Elías Querejeta Zine Eskola, Zinemaldia + Plus, Diálogos de cineastas); y la investigación, la divulgación y el pensamiento cinematográfico (el proyecto Z70, Pensamiento y debate, Investigación y publicaciones).
Conocido por películas tan fuera de género como La anguila, La balada de Narayama o Lluvia negra, resulta curioso pensar que el maestro Shohei Imamura haya realizado incursiones en una práctica tan codificada como el “film noir”. Sin embargo, al principio mismo de su carrera, el mismo año en que debutaba en la realización, firmó un título en el que abundaban los elementos genéricos, hasta el punto de inscribirse en lo que es una de las más venerables tradiciones negras. Endless Desire (1958) narra el empeño de una peculiar banda por dar el gran golpe que les asegurará un rosado futuro: un tesoro escondido que en este caso adopta la forma de un alijo de droga. La acción se ambienta diez años después de que Japón perdiera la guerra y, como el “film noir” americano, la trama es una excusa para ofrecer por una parte un ajustado retrato de las condiciones de vida de posguerra y por otra parte un ejercicio de estilo claustrofóbico: Imamura en-marca a sus personajes en llamativas composiciones visuales que aprovechan a fondo las posibilidades de un formato poco típico del “noir” como es el Cinemascope. Por supuesto la alianza entre los miembros del grupo se revela precaria, dando lugar a juegos de poder y una cadena en serie de traiciones. El personaje más llamativo es el de la única mujer del grupo, Shima (Misako Watanabe), miembro inaugural de la galería de féminas fuertes que pueblan el universo de Imamura: es ella la protagonista de las escenas finales de la película, en donde aflora una iluminación expresionista que visualiza la condenación que preside el mundo “noir”.
Pigs and Battleships (1961) es una pieza maestra de la nueva ola japonesa; en ella aflora ya el inclasificable estilo de Imamura, que mezcla trama criminal y comedia negra, una denuncia de la ocupación americana y cierta sátira del carácter (o falta del mismo) nipón. Sus personajes no son ahora un grupo heterógeneo unido por la avaricia, sino delincuentes organizados: yakuza parasitarios que imponen su ley en la zona que rodea a la base naval americana de Yokosuka. La película anuncia ya un tema muy caro a Imamura: la perversa analogía entre los hombres y otros animales,en este caso los cerdos con los que trafican los mafiosos y que a veces alimentan con sus víctimas. En una escena un yakuza descubre que el cerdo que se está comiendo se había comido antes a un humano, cuyo dedo encuentra; en la escena más famosa, los cerdos invaden las calles de la ciudad, imponiendo el caos. En su denuncia de la miseria que vive su país en la no tan inmediata posguerra, Imamura se deleita en lo grotesco y orquesta explosiones de violencia imprevista: cuando la heroína Haruko (Mitzi Mori) cede a la tentación de prostituirse, como tantas otras jóvenes, acaba siendo violentada por tres marinos yanquis. A señalar que la película evita glorificar la figura del yakuza a través del patético personaje del novio de Haruko, ridículo hasta en el momento de su intento de redención final a sangre y fuego.
Antonio WEINRICHTER