En sus orígenes, antes de convertirse en sinónimo de crimen organizado, la Mafia era en Sicilia una confederación dedicada a la protección y a la justicia vigilante, y un mafioso era un hombre de honor. En un momento de esta extraordinaria película de Alberto Lattuada que fluye como comedia, drama y relato mafioso a la vez, su protagonista, Antonio Badalementi (Alberto Sordi), habla con gente de su localidad de nacimiento y expresa vivamente que en el norte de Italia no saben en realidad lo que es un mafioso. Para él, que ha vivido durante años en Milán, donde se ha casado con una mujer del norte y tiene dos hijos de pelo rubísimo, ser un mafioso no tiene nada que ver con la delincuencia y el asesinato. A través de este personaje inocente, ingenuo y servicial, Lattuada y su eminente troupe de guionistas –ni más ni menos que Rafael Azcona, Marco Ferreri y el tándem Age-Scarpelli, maestros unos del humor negro y otros de la commedia all’italiana– trazan un relato intestino del funcionamiento siciliano del crimen organizado que, siendo el tema, es abordado durante mucho metraje como si no lo fuera.
El film, auspiciado por Dino De Laurentiis en el momento en que empezaba a internacionalizarse como productor, obtuvo la Concha de Oro en la edición de 1963 del Festival de San Sebastián. Logros los tiene, a raudales. En la secuencia de apertura, los títulos de crédito desfilan sobre imágenes del trabajo en una cadena de montaje de automóviles. Badalementi (Sordi, un actor de comedia, haciendo de momento de actor de comedia, el italiano medio como Jack Lemmon representó al americano medio) aparece por primera vez, con su bata blanca, filmado en un travelling con grúa mientras anda por las dependencias de la fábrica: un individuo pequeño rodeado de grandes máquinas (el film concluye de forma simétrica con la misma imagen alzada, pero ahora con Sordi alejándose de la cámara). Badalamenti es un aplicado supervisor. Siempre servicial, acepta el paquete que su jefe le da para entreguárselo a Don Vincenzo, el hombre más importante de la población siciliana de Calamo. Por supuesto, no sabe que es el jefe de la mafia local.
Porque Badalamenti se va de vacaciones con su familia a su pueblo natal. Durante un largo y muy divertido pasaje, El poder de la mafia ofrece el contraste entre la 'moderna' Milán que añora la esposa, Marta, y la 'arcaica' Sicilia a la que tanto desea regresar su marido. Antes, en una instantánea del ritmo de la vida moderna, hemos visto a Badalamenti afeitándose y lustrándose los zapatos al mismo tiempo mientras sus hijas no paran de gritar. Al aproximarse el ferry a la costa siciliana, el protagonista aspira profundamente el aire meridional y asegura que ya siente el olor de las naranjas y de los limones. En contraste, lo primero que ve Marta al llegar al pueblo de calles tortuosa es a un grupo de personas vestidas de negro junto a un cadáver.
La pintura cómica es deliciosa: Badalamenti está muy emocionado de volver a ver a su familia, pero confunde a su madre con su tía Carmela; Marta le regala a su suegro unos guantes de piel, pero el hombre es manco; la esposa está acalorada y exhausta, y alucina con la fuente gigantesca de espaguetis a la tinta que sacan para comer. Pero el protagonista, al que Sordi brinda en estos pasajes un aire caricaturesco de exaltación siciliana y amor por la tierra perdida, comienza a preguntar por anteriores amigos. Uno está bajo tierra y otro en la cárcel por ser un hombre de honor. Sabemos, por el título del film y por pequeños detalles sugeridos de forma inteligente, que Badalamenti está abocado a ser también un hombre de honor. La sangre manda. La Mafia maneja unas creencias y códigos de los que nadie, tan siquiera un hombre ridículo interpretado por uno de los mejores comediantes del cine italiano, podrá sustraerse.
Quim Casas