El estallido del policiaco en Italia al finalizar la II Guerra Mundial creó una inmediata necesidad por encontrar intérpretes que dieran rostro a aquel cine que ambicionaba reflejar la nueva sociedad nacida de las cenizas de la contienda. Y su primera figura visible surgió por pura inercia: el carácter capital que había adquirido para el género una película tan inaudita como Ossessione (Luchino Visconti, 1943) impulsó inmediatamente al estrellato a su principal protagonista, Massimo Girotti.
Girotti fue una presencia fundamental para el policiaco, pero también fugaz. Su vocación teatral no tardó en alejarlo de los platós, dejando el género abandonado a una cierta sensación de orfandad. Claro que por el camino se cruzó Arroz amargo (Giuseppe De Santis, 1949), una película que alcanzaría un éxito planetario como el cine italiano no conocía desde tiempos del mudo y que, por su estructura vagamente criminal, impulsó automáticamente a sus dos protagonistas a rango de banderas del cine policiaco. Pero Vittorio Gassman decidió rechazar este testigo y optar por el salto a Hollywood, dejándolo así en manos de Raf Vallone, un actor con un recorrido vital —universitario, miembro de la Resistencia, jefe de redacción en el periódico oficial del Partido Comunista “L’Unità”, incluso jugador de fútbol profesional— que parecía conjugar por sí solo todo aquello que ansiaba la joven Italia surgida de la catástrofe bélica.
La gran revolución para el género llegaría a finales de los sesenta, cuando el spaghetti western, sustento básico de la industria, comenzara a mostrar primeros síntomas de agotamiento y el cine italiano decidió revitalizarlo trasladando sus planteamientos básicos a espacios urbanos contemporáneos. Y si en Estados Unidos aquel tránsito había dado pie a que dos estrellas del western como Clint Eastwood y John Wayne fueran los impulsores del nuevo policiaco norteamericano, en Italia los encargados de este relevo van a ser Franco Nero y Tomas Milian, las dos grandes estrellas de la derivación conocida como poliziottesco, un cine nacido bajo el signo del cómic y de dos películas que el cine italiano mimetizó al momento, Harry el sucio (Don Siegel, 1971) y Contra el imperio de la droga (William Friedkin, 1971).
Son años de gloria para el poliziesco y la producción en serie impone un star-system masivo. A esta primera línea conformada por Nero y Milian se sumarán Enrico Maria Salerno, Antonio Sabàto, Giuliano Gemma, Maurizio Merli, Fabio Testi o la estrella de la fotonovela Franco Gasparri. No busquen figuras femeninas, porque no las hubo: en un cine hiperviolento, tan orgullosamente macho como aquel, su cometido fue secundario, cuando no inexistente, y solo forzando la máquina podemos apuntar a Mariangela Melato o Claudia Cardinale por haber encontrado espacio simbólico en dos cintas capitales para el género como La policía agradece (Stefano Vanzina, 1972) y El día de la lechuza (Damiano Damiani, 1968).
Será este plantel estelar quien sostenga el policiaco hasta la década de los ochenta, cuando Italia se convierta en un país incapaz de admitir ficciones criminales ante la violencia real que regaba de sangre sus calles. Y por ello, cuando el poliziesco buscó renacer, su star-system estaba nuevamente por construir. Lo acariciaron fugazmente Kim Rossi Stuart o Luigi Lo Cascio, pero el género, todavía titubeante, no les permitirá asentarse en un lugar que parecía destinado a un actor secundario que se había asomado al primer policiaco italiano con dimensión real de éxito en el nuevo milenio, Romanzo criminale (Michele Placido, 2005). Se llamaba Pierfrancesco Favino y, él sí, se erigirá en actor capital para este regreso triunfal del poliziesco a las órdenes de realizadores como Bellocchio, Sollima, Giordana, Martone o Andrea Di Stefano, cuya Última noche en Milán (2023) clausura la retrospectiva “Italia violenta”.
Felipe Cabrerizo