"Z365" o "Festival todo el año" es la nueva apuesta estratégica del Festival en la que confluyen la búsqueda, el acompañamiento y el desarrollo de nuevos talentos (Ikusmira Berriak, Nest); la formación y la transmisión de conocimientos de cine (Elías Querejeta Zine Eskola, Zinemaldia + Plus, Diálogos de cineastas); y la investigación, la divulgación y el pensamiento cinematográfico (el proyecto Z70, Pensamiento y debate, Investigación y publicaciones).
Damiano Damiani, D. D., incursionó ocasionalmente en géneros populares del cine italiano como el terror (Amityville II: La posesión, 1982), el spaghetti western (Yo soy la revolución, 1967, todo un clásico) o la comedia al servicio de Terence Hill (El genio, 1975), e incluso se atrevió con un relato de amor juvenil en una de sus obras tempranas, La isla de Arturo (1962), que se llevó la Concha de Oro de este Festival. Pero el grueso de su filmografía, que no llega a los treinta títulos si descontamos los productos televisivos, está consagrado al cine policíaco, campo en el que logró sus frutos más destacados cuando abordó los temas de la mafia y la corrupción a gran escala. En esa esfera se sitúan El día de la lechuza (1968), Confesiones de un comisario (1971), El caso está cerrado, olvídelo (1971) y Por qué se asesina a un magistrado (1975), los cuatro protagonizados por Franco Nero y situados en las fechas de esplendor del cine de denuncia all’italiana. El día de la lechuza se basa en una novela de Leonardo Sciascia, el implacable retratista de la Italia mafiosa, cuya obra literaria inspiró también A cada uno lo suyo (1967) y Todo modo (1976), ambas de Elio Petri y con el emblemático Gian Maria Volonté como protagonista. El esquema de la película lo hemos visto cientos de veces en forma de western: el sheriff noble y valiente que se enfrenta al cacique local y sus esbirros. Solo que aquí el cacique es un mafioso poderosísimo (un perfecto Lee J. Cobb) y el sheriff, un voluntarioso pero más bien estéril capitán de carabineros (Nero). El escenario es un pueblo de la Sicilia profunda dominado por el crimen organizado, habitado por gente temerosa, acojonada, acostumbrada a no abrir jamás la boca para mantener el pellejo: en comparación, Tombstone debió ser un paraíso. Una escena sintetiza de manera admirable la situación siciliana en materia criminal. El capitán enseña el mapa de la isla que tiene expuesto en la pared y está cubierto de numerosas chinchetas de tres colores: negras, rojas y verdes. Las negras corresponden a los homicidios impunes (casos cerrados, vamos), las rojas a los que están en curso de investigación y las verdes a los crímenes ya resueltos y sentenciados. Huelga decir que las verdes escasean y que hay superávit de negras.
Un asesinato en una carretera solitaria pone en marcha la intriga, que se expande como napalm y propicia un puñado de detenciones, interrogatorios con mucho griterío, declaraciones que se contradicen y una curiosa tendencia a espiar, ya sea con prismáticos (la comisaría y la casa del capo están frente a frente en la plaza del pueblo) o de manera abierta por el confidente del capitán interpretado por Serge Reggiani, un tipejo que en los años cuarenta habría bordado Elisha Cook Jr. Y entre tanta fauna masculina, una mujer (Claudia Cardinale) que intenta localizar a su desaparecido marido, testigo del asesinato tal vez ya liquidado por los villanos; un personaje inocente utilizado como cabeza de turco y tachado de adúltera y prostituta por todo quisque. Es un film de veras desencantado, ejecutado con eficaz artesanía por D. D.
Jordi Batlle Caminal