Al saber que Todd Haynes había dirigido una adaptación cinematográfica de “Carol”, sintiendo un gran deseo de ver la película, volví a leer la novela de Patricia Highsmith. Allí está una descripción de Carol cuando aparece en unos grandes almac nes fascinando a Therese: “Era alta y rubia, y su esbelta y grácil figura iba envuelta en un amplio abrigo de piel que mantenía abierto con una mano puesta en la cintura. Tenía los ojos grises, transparentes, pero dominantes como la luz o el fuego. Atrapada por aquellos ojos, Therese no podía apartar la mirada”. Pensé que Cate Blanchett estaba destinada a encarnar tal personaje. No importa que sus ojos sean azules, pues dominan con su fulgor y atraen la mirada. De esos ojos, un espejo, habló Isabelle Huppert cuando glosó la personalidad de Blanchett, celebrando su libertad y audacia como actriz, antes de entregarle hace dos años un César de Honor: sonrientes, tristes, cándidos, maliciosos, inteligentes, insondables, enigmáticos, soñadores, trágicos, humanos y a la vez salvajes. Huppert lo remató ensalzando “esa mirada de cine que nos encanta en todos los filmes que ella atraviesa”.
Una “mirada de cine” que, ligada a un aura y cierto porte, hace que Blanchett nos recuerde las estrellas del Hollywood clásico aunque, sin embargo, su físico mismo, su actitud, su manera de desenvolverse y también de actuar no sean un anacronismo, sino, por así decirlo, de estos tiempos. De hecho y como es sabido, dada su camaleónica capacidad de transformarse, parece que Cate Blanchett pueda interpretarlo, serlo, todo. No me corresponde ocuparme de sus metamorfosis en una amplia galería de personajes en filmes diversos, si no atender a esta imagen que puede asociarse a las actrices del cine clásico. De ahí que Martin Scorsese le concediera en El aviador el papel de Katharine Hepburn, aunque ésta, siendo quizás también significativo respecto el porqué de la elección de Blanchett, quiso ser una “mujer moderna” a quien, por ello, muchos de sus coetáneos no consideraron una estrella. No es por nada que en El buen alemán, de Steven Soder bergh, asuma un rol de femme fatale, siempre en apuros, dentro de un film imitativo hasta el pastiche de las formas, géneros y atmosferas clásicas. Como tampoco que Guillermo del Toro pensase en ella para que interpretase una mujer maldita en el remake de El callejón de las almas perdidas, tan abonado a lo grotesco. Me atrevo a decir que Todd Haynes, después de regalarle una jugosa en carnación de Bob Dylan, es quien ha sabido explorar mejor esa aura de estrella clásica de Blanchett.
De hecho, Carol Aird se mueve y despliega una gestualidad como si tuviera como modelos actrices de la época, primeros de los últimos años cincuenta en que transcurre el relato. Pongamos Lauren Bacall, Grace Kelly, Lana Turner, quienes también podrían ser el referente de Blanchett para construir la imagen de Carol. Sin embargo, ¿no hay algo diferente? Creo que esto tiene que ver con la naturaleza de la película, que se resiste a ser etiquetada como una mera imitación del cine clásico o más bien manierista al recoger las búsquedas de la modernidad cinematográfica, y también con la propia Blanchett, inclasificable y sorprendente. Carol puede verse como la sublimación de su arte interpretativo a través de una gestualidad consciente que irradia en el parpadeo, la media sonrisa, toda esa elegancia de los movimientos corporales. Un arte también ligado al dominio de una voz seductora que abarca una diversidad de registros. Pero, ¿de dónde sale la mirada del plano final de Carol dirigida a Therese (Rooney Mara) y también al espectador? ¿Qué hace aparecer la gestualidad que, como una vibración íntima, expresa tantas cosas en pocos segundos? Puede que del hecho que no sea sólo una actriz que todo lo controla, como se ha dicho, sino también del abandono a la emoción del momento.