"Z365" o "Festival todo el año" es la nueva apuesta estratégica del Festival en la que confluyen la búsqueda, el acompañamiento y el desarrollo de nuevos talentos (Ikusmira Berriak, Nest); la formación y la transmisión de conocimientos de cine (Elías Querejeta Zine Eskola, Zinemaldia + Plus, Diálogos de cineastas); y la investigación, la divulgación y el pensamiento cinematográfico (el proyecto Z70, Pensamiento y debate, Investigación y publicaciones).
A primera vista, Hiroshi Teshigahara es un director desconcertante, tanto para ojos japoneses como occidentales, y de ahí la escasez de trabajos sobre su obra. Pero resulta más fácil de entender si se parte de la base de que, más que un cineasta, era un artista multidisciplinar. Después de transitar por campos como la pintura, el cine y el arreglo floral, en los años setenta Teshigahara sufre la decadencia industrial del cine japonés y al igual que otros muchos cineastas (Akira Kurosawa en cabeza) encuentra cada vez más dificultades para que alguien le financie un nuevo largometraje. Unido al fracaso comercial del último, Summer Soldiers (1972), se retira a provincias para sumergirse en el mundo de la fabricación de cerámicas. Y gracias a su encuentro con la cerámica, se despierta en él un gran interés por la figura de Sen no Rikyu, el creador de la famosa ceremonia del té. Así, tras quince años en los que solo rueda un par de documentales y otros tantos telefilms, vuelve a la pantalla grande contra todo pronóstico y, además, mediante una superproducción, Rikyu (1989).
En cierto modo, Teshigahara convierte por primera vez en película de ficción su línea de documentales sobre diversos artistas (Hokusai, Gaudí, etc.), puesto que no otra cosa era Rikyu. Pero ni Rikyu ni la película se limitan al té, sino que ponen tanto o más cuidado en otras artes tradicionales japonesas bien queridas por Teshigahara, en concreto el arreglo floral ikebana, los jardines y la cerámica. ¿Un artista de vanguardia interesado por las artes tradicionales de las que en principio renegaba? Efectivamente, porque en estos años Teshigahara se ha despojado de sus prejuicios y ha descubierto que “arte tradicional” no equivale a la repetición mecánica de un patrón uniforme, aparte de que muchos de sus artífices, Rikyu entre ellos, resultaron en su día “vanguardistas”. La película sorprende además por tratarse de la primera recreación histórica acometida por Teshigahara, que de alguna manera prolongará en el siguiente largometraje, Go-hime (La princesa Goh, 1992), que se convierte en su despedida cinematográfica.
Rikyu vivió en la convulsa época de las guerras entre señores feudales, moviéndose con habilidad entre las muchas intrigas políticas existentes y sabiendo ganarse el aprecio del hombre más poderoso de entonces, Toyotomi Hideyoshi. Se trata de un tiempo que precede en apenas un par de décadas el recreado por otra superproducción inmediatamente anterior a esta, Ran (1985), de Akira Kurosawa, que de alguna manera pudiera haber supuesto un acicate para Teshigahara. De hecho, en Rikyu el director parece en más de una ocasión intentar ofrecer un anti-Ran, resolviendo todas las batallas con elipsis. Quietud zen frente a caos, personajes astutos que hablan frente a personajes histriónicos que gritan...
La película, un proyecto del propio Teshigahara, en principio se inspira en una novela de Yaeko Nogami de unos años antes, pero aparte de unas cuantas ideas desperdigadas, no toma gran cosa de ella, por considerarla poco cinematográfica. Pero si bien esta decisión puede considerarse un acierto, no puede decirse lo mismo de los esporádicos, inexplicables y chirriantes toques de humor (apenas presente en el cine de Teshigahara) que introduce el guion de Genpei Akasegawa, que no destacó en estas lides sino como escritor y artista de vanguardia.
En cualquier caso, Rikyu es un regreso al cine más que digno de un director al que se le nota con ganas de estar de nuevo tras la cámara.
Daniel Aguilar