Robert Lantos (Hungría, 1949), productor afincado en Canadá, vino a San Sebastián hace casi veinte años por primera vez con Being Julia (István Szabó, 2004) y se enamoró enseguida de la ciudad y de su gastronomía. Ha vuelto siempre que ha podido. Eastern Promises (David Cronenberg, 2007) compitió por la Concha de Oro, La canción de los nombres olvidados (François Girard, 2019) participó en la Sección Oficial, fuera de competición, y Barney’s Version (Richard J. Lewis, 2010) ganó el Premio del Público. Crash (David Cronenberg, 1996), su indiscutible hito de culto, fue incluida en la retrospectiva “Incorrect@s” en 2004.
¿Cómo le proponen ser jurado de la Sección Oficial?
No me lo proponen. Unos años atrás me invitaron, pero acabé teniendo una película seleccionada. Este año, yo mismo me ofrecí. José Luis Rebordinos y yo nos conocemos desde hace mucho. Me encanta el Festival de San Sebastián. En todos los festivales hay gente simpática, pero, aquí, es excepcional.
Normalmente está en el otro lado, compitiendo.
Cuando tienes una película, especialmente si es en competición, pasas muchos nervios. Quieres ganar… y no ganas siempre. Prefiero ser jurado. (Se ríe)
¿Hay un Robert espectador y un Robert productor? ¿Ve las películas de forma distinta?
Cuando veo una película me olvido de mi oficio. Pero como productor me baso en dos criterios. Uno, mi propio gusto. El otro es una pregunta: ¿Quién va a ver esta película? Si la respuesta honesta es que solamente yo, entonces es mejor leer el guion y no hacer la película.
Mi gusto es personal, de eso no me olvido.
Actualmente trabaja en un proyecto de televisión.
Hacía treinta años que no hacía ningún proyecto así. Es una serie, pero trabajamos como si fuese una película. Una película de diez horas, un proyecto muy ambicioso. Es una historia ambientada en el siglo XV. ¿Sabes que, en todas las iglesias católicas, una campana toca al mediodía? La razón por la que toca, desde el año 1456, es la batalla de Belgrado: cuando un pequeño ejército húngaro venció al enorme Imperio otomano y paró la invasión de Europa.
Es un guion complejo: Hungría, Italia, Serbia, Turquía… El formato de diez horas le conviene. Pero yo soy un hombre de cine, de películas.
¿Cuándo empieza su afición por el cine?
A los doce años estaba viviendo en Montevideo, Uruguay. Como era un inmigrante, me sentía muy apartado de todo. En la escuela me llamaban el “gringo”. Mi familia vivía en el centro, y los cines de la Avenida Dieciocho de Julio me quedaban cerca. Eran palacios donde se pasaban las películas de vaqueros. Un día, descubrí que había otro cine, llamado “Plaza”, donde proyectaban otra clase de filmes. Eran las películas de Bergman, de Fellini… Todas eran para mayores de dieciocho, pero acabé descubriendo una manera de entrar. Desde atrás, por la salida de emergencia. Ahí esperaba: cuando alguien salía, yo me colaba. La primera vez que lo logré fue con La dolce vita. El póster me atrajo demasiado… Mujeres con grandes pechos… Para un varón de doce años, era muy provocativo. Ahí descubrí, a parte de los senos, también a Fellini. Y así conocí el cine. Y me gustó mucho.
El año pasado acompañó a David Cronenberg, Premio Donostia 2022, y proyectaron su Crímenes del futuro. Ha producido otras tres películas muy relevantes del director canadiense. Cronenberg… ¿Qué es para usted?
Para mi… Cronenberg es un vecino. Vivimos a menos de cincuenta metros el uno del otro.
Nos conocimos hace muchos años en el Festival de Cannes. En ese entonces, no nos podíamos pagar ni un hotel. Yo estaba en un apartamento a las afueras y él dormía en la delegación canadiense.
Y después han estado en muchos festivales, los más importantes del mundo. ¿Qué es, qué significa un premio, realmente?
Tiene importancia, sobre todo, en el país natal del festival. Ahí puede ayudar mucho al público a descubrir la película. Un premio hace mucho ruido. Y ese ruido, lo necesitamos.
¿Qué piensa de lo que ha visto hasta ahora, como jurado?
Solo hemos visto tres. ¡Es muy pronto para esa pregunta!
Marc Barceló