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“No hay mañana en el campo de batalla. Vivimos al día. Lo que ocurre hoy, hagamos lo que hagamos, se desvanece mañana”, dice el doctor Okabe (interpretado por Shinsuke Ashida) en una memorable secuencia de El ángel rojo (1966), del director japonés Yasuzô Masumura.
Protagonizada por una magnífica Ayako Wakao, El ángel rojo adapta la novela homónima de Yorichika Arima (publicada en el mismo 1966) y cuenta la historia de Sakura Nishi, una joven enfermera japonesa enviada en 1939 a un hospital de campaña en China, durante la segunda guerra chino-japonesa, en el contexto de la Segunda Guerra Mundial. Incapaz de llevar a cabo su tarea sanitaria con la racionalidad que se le exige, Sakura tratará de entender, ayudar y humanizar en la medida de sus posibilidades a los soldados inmersos en el conflicto, y, allí, conocerá al doctor Okabe, del que se enamorará perdidamente.
El ángel rojo es una película tan triste como bella, una película bélica, sobre la violencia, la deshumanización y la futilidad de la guerra, con una historia de amor apasionado. A partir del material de la novela, Masumura construye una obra tan poética como personal, ahí una de sus grandes virtudes. Desde el contexto bélico, el director nipón aborda temas recurrentes en su filmografía (muy presentes también en Blind Beast, Manji o Irezumi), como son la búsqueda de la libertad, el amor, el deseo y el sexo como fuerzas emancipadoras, los instintos y las pasiones irreprimibles, la brutalidad de esas pulsiones emocionales y sexuales, las contrariedades de las relaciones de poder, las sombras y las posibilidades de ruptura de las convenciones sociales, los vínculos ambiguos entre el placer y el dolor o la presencia de la muerte en la vida.
Otra de las grandes fuerzas de la película está en la protagonista. Wakao encarna a una heroína cuyo poder procede de su determinación de vivir acorde a sus emociones y sentimientos, de su capacidad de seguir sus propios deseos hasta las últimas consecuencias, más allá de todo límite. La enfermera Sakura Nishi representa lo opuesto a ese individualismo y racionalismo utilitario de la guerra, al instinto de supervivencia dominante; se enfrenta al orden social y es libre a través de su humanidad y su deseo, vislumbra las consecuencias fatales de sus acciones, de su enamoramiento, pero a pesar de ello decide seguirlo hasta el final. Sakura −de ahí la hermosa metáfora de su nombre: las flores de cerezo, que solo duran unos breves días− no teme enfrentarse a la muerte por amor.
Filmada en un blanco y negro expresionista, la película de Masumura refleja la violencia de la guerra de la forma más realista y sombría posible, subrayando la dureza de la atmósfera mediante encuadres opresivos y composiciones oscuras en las que la luz se proyecta solo sobre los personajes, y amplificando deliberadamente el sonido en las secuencias de mayor violencia física. En contraste con esa oscuridad del entorno bélico, destaca el blanco del vestido de la protagonista, minuciosamente iluminado para evocar su condición de ángel en el infierno. A la vez, se contraponen las imágenes del frente con las de los encuentros sexuales entre los amantes protagonistas, la crudeza del horror frente al erotismo, la sutileza y el poder liberador del amor y el sexo.
El ángel rojo es una película conmovedora, de una belleza oscura y desgarradora, clásica en sus formas y a la vez moderna en esa reivindicación del deseo como fuerza emancipadora. “Esta noche hemos alcanzado nuestro mayor éxtasis. Aunque mañana estemos muertos”, dice el doctor Okabe en otra inolvidable secuencia. Ahí está la esencia de la película, en el encuentro de ese deseo, el placer como sentido de la vida frente a la muerte.
Júlia Olmo