Jim, un soldado norteamericano sin horizontes, deserta de su base en Japón, cuando la guerra de Vietnam se encuentra en todo su apogeo. En realidad, el argumento de estos Soldados de verano es un pretexto para explorar y representar ideas como la soledad, el desarraigo y la exclusión, el choque de culturas, de lenguas y de formas de vida, no siempre fáciles de reconciliar. La película, realizada en 1972, es, finalmente, la historia de un apátrida que ha renunciado a su país, a su sociedad y a su mundo para huir de la guerra, y que deambula extraviado y sin rumbo por tierras extrañas en las que difícilmente llegará a integrarse. Así, el desertor va pasando de refugio en refugio, de casa en casa, tratando de mantenerse oculto de policías y soldados que van en su busca. Su odisea sin gloria permite explorar las formas de vida, de convivencia, los hábitos sociales y familiares de los japoneses, pero lo hace desde la perspectiva del gaijin, un extranjero que es, además, un fugitivo: un individuo por tanto en doble situación de marginalidad.
Frente a la naturaleza claustrofóbica de las películas anteriores, ésta se libera a través del relato itinerante y la sucesión continua de espacios, paisajes y personajes. Tras la serie de películas parabólicas realizadas con Abe, Teshigahara opta aquí por un argumento más contenido y previsible, tanto en el terreno narrativo como en el visual. Aun siendo menos especulativa e innovadora y mucho más realista, no cabe duda de que Teshigahara se reconoce en esta historia de abandono y exclusión y la hace suya; la entronca coherentemente en su filmografía.
Esta vez el cineasta japonés colabora con el traductor y guionista norteamericano John Nathan, quien ya se había ocupado de los subtítulos en inglés de la anterior El hombre sin mapa, y que además interpreta a un activista que presta ayuda al desertor. Cabe añadir que, por primera y única vez en su filmografía, el director incorporó al reparto a su esposa, la bella actriz Toshiko Kobayashi, quien realizó el papel de un ama de casa que acoge al fugitivo.
Además, y persiguiendo la mayor naturalidad, el mismo Teshigahara se ocupó personalmente de las labores de fotografía, tratando de conseguir en todo momento una plasmación realista. Respondiendo a tal premisa, el formalismo austero y visualmente poderoso de las películas anteriores se ve sustituido por un estilo más ligero e informal, bajo las influencias de cineastas norteamericanos independientes del momento, como Dennis Hopper, John Cassavetes o Bob Rafelson. Siguiendo la estela de aquéllos, la película establece cruces sigilosos entre el documental y la ficción, rodando fuera de los estudios y con actores no profesionales, con el propósito de recuperar esa espontaneidad y frescura de las nuevas olas que ya lanzan sus cantos de cisne. La operación, pese a todo, no dio los resultados apetecidos: la mala recepción comercial que tuvo la película, sumada a los compromisos de su director al frente de Sogetsu, apartaron progresivamente a Teshigahara de la actividad cinematográfica en los sucesivos años.
La idea de la identidad, tan cercana al mundo artístico del cineasta, se aplica ahora a la figura del desplazado que se enfrenta a un futuro incierto. Así, y finalmente, la película desea ser un estudio alegórico sobre la relación entre japoneses y americanos, que siempre parece estar condicionada por circunstancias bélicas. Los fugitivos no tardan en comprender que no hay sitio para ellos: ni en Japón ni en su propio país natal, donde ahora serían perseguidos, lo que les condena a la continua huida y a la marginalidad. A partir de semejantes argumentos, la película reflexiona de manera pertinente sobre qué significa ser y sentirse extranjero en Japón; o, dicho de manera más amplia, sobre lo que supone ser distinto; sobre conceptos como la otredad o la alteridad, y lo que éstos comportan en las sociedades modernas.
Antonio Santos