Cada nueva película de Aki Kaurismäki debe recibirse como un acontecimiento. No porque el esquivo, indomable y socarrón cineasta busque dar la campanada, ni siquiera porque sus esperadas obras se dosifican notablemente en el tiempo, sino por la constatación ya a estas alturas de que su genio continúa indeleble, y su capacidad para deslumbrar una y otra vez con sus sencillos pero únicos mecanismos artesanales que se ha creado en films como Nubes pasajeras (1996), El Havre (2011) o El otro lado de la esperanza (2017) siguen intactos. No necesita más para conseguir cada vez un nuevo hito y aparecer con la misma frescura de siempre, sacando nuevos matices a su inagotable mundo. En Kuollet lehdet / Fallen Leaves lo ha vuelto a lograr, con un grado de depuración y perfección asombrosas.
Así quedó en evidencia en mayo, con el estreno mundial de Fallen Leaves en el pasado Festival de Cannes, donde recibió el Premio del Jurado, y se corrobora ahora que, con su nuevo film, Aki Kaurismäki ha obtenido por tercera vez el Gran Premio FIPRESCI, que ya recibió en 2017 por El otro lado de la esperanza y en 2002 por Un hombre sin pasado.
Como en el cine de Eric Rohmer, Yasujiro Ozu o Jacques Tati, por poner ejemplos muy diferentes, el mundo fílmico creado por Aki Kaurismäki es absolutamente reconocible en cada plano, sus personajes podrían ser casi intercambiables. Su forma de retratar la vida cotidiana, tan realista como soñada, se expande como la tinta en agua por toda su obra. Vemos a Ansa y pensamos en La chica de la fábrica de cerillas (1990) por su carácter de mujer solitaria de clase obrera. La apariencia alienada de Holappa y su forma de refugiarse en el alcohol habita en ese mundo gris que el cineasta les pinta de todos los colores, los cálidos granates, verdes y azules apagados para arroparles y crear una de sus maravillosas salidas hacia el humanismo desde la aparente distancia de sus gestos parcos.
Fallen Leaves es en definitiva una historia de amor maravillosa, risueña, sencilla y emocionante como el mejor Charles Chaplin, en el que Kaurismäki se inspira una vez más. Hay más citas expresas, cómplices y regocijantes, a cineastas admirados como Jim Jarmusch y Robert Bresson, austeros como él en la economía de medios para lograr la máxima expresividad. Hay desbordante amor por el cine, como motor de su propia escritura y como elemento vital, reflejado en esa sala modesta pero sentimentalmente esplendorosa donde los amantes improbables se encuentran. Cada plano y cada frase, siempre tan bien escogidos y depurados, eleva y expande el constreñido mundo laboral y sentimental. Donde la desolación se convierte en ilusión solo con la mirada generosa, candorosa y aguda de este cineasta inigualable. Con abundante uso de la ironía inequívocamente kaurismäkiana, claro. Como cuando al apático Holappa le anima su amigo a ir a un karaoke y él responde: “Los tipos duros no cantan”. Una ilusión por mantener los sentimientos dentro de una coraza que las imágenes y los sonidos de Kaurismäki se encargan de fundir. Y las canciones, por supuesto, con esas versiones finlandesas de los años 70 de “Early Morning Rain” de Gordon Lightfoot cantada por Rauli Badding Somerjoki o la eterna “Autumn Leaves” entonada por Olavi Virta. Más el rock & roll, que no puede faltar, y que el amigo canta sin complejos en el karaoke.
Los personajes contenidos, atorados, aparentemente anestesiados, esconden una desbordante ternura; su pequeña tragedia cotidiana tiene el potencial de la felicidad. Ternura y sonrisas que Aki Kaurismäki elabora en su más exquisita y compleja variedad, la de un maestro artesano que nunca desvelará cómo es que su melancolía bañada en alcohol no produce monstruos, sino pura belleza y humanidad.
* El premio será entregado en la gala de esta noche por el actor Dominic West.
Ricardo Aldarondo