Cuando uno cruza las puertas del Museo Ghibli, situado en pleno parque de Inokashira en Mitaka (Tokio), puede comprender al instante muchas cosas sobre la ética creativa de un cineasta como Hayao Miyazaki. Cosas que quizás se le podrían haber pasado por alto bajo el deslumbramiento de sus imágenes en movimiento. Como ocurre en muchos museos japoneses, el Ghibli es un espacio completamente expurgado de retórica, que propicia una relación particularmente íntima -y, por qué no, espiritual- entre el visitante y la obra de arte. Una de sus dos salas permanentes está dedicada al proceso creativo de una película del estudio y se organiza en forma de recorrido silencioso a través de unos espacios de trabajo que podrían reproducir los del propio Miyazaki y su equipo, sin que ningún texto explicativo venga a interferir entre el espectador y los objetos reunidos: pilas de libros que fundamentan el proceso de documentación, centenares de esbozos y pruebas a lápiz, ceniceros atestados de colillas, álbumes fotográficos, botes de color minuciosamente numerados, acetatos… Finalmente, un complejo dispositivo, pero con sus mecanismos a la vista, permite mover el ojo de la cámara sobre unos fondos de impresionante acabado y, al mismo tiempo, desplazar a un personaje a izquierda y derecha -y arriba y abajo- de ese universo recreado a mano, improvisando una variación sobre un plano Miyazaki que pertenecerá únicamente a la memoria de ese visitante en concreto.
En el Museo Ghibli no se pueden tomar fotografías y ahí entra esa liturgia del momento único y epifánico que uno debe conservar en su interior subrayada por ese desenlace del recorrido. El Museo cuenta, por otra parte, con una sala de cine propia -el Cine Saturno-, donde se proyectan algunos cortometrajes que sólo pueden verse allí: se programa uno al día y el visitante únicamente puede entrar una vez a la sala, convirtiendo esa experiencia en una suerte de recuerdo valiosísimo y frágil. Uno intuye que ese sería el destino imposible e ideal de todas y cada una de las películas de Hayao Miyazaki, cuyo secreto anhelo parece ser el de convertirse en efímeros momentos sagrados a los que uno sólo ha tenido acceso una vez en la vida.
Miyazaki es uno de esos cineastas que rebaten ese mito fundacional del cine según el cual el séptimo arte nace con dos cabezas más o menos irreconciliables: la del registro (Lumière) y la del artificio (Méliès). Sabemos que todas las imágenes que componen clásicos como El viaje de Chihiro, Porco Rosso o Nausicäa del Valle del Viento son una minuciosa construcción, algo que ha salido de una cocina artesanal tan intrincada como la que hemos recorrido en el Museo Ghibli. Y, sin embargo, cuandouno contempla el fugaz reposo de una libélula sobre una sandalia perdida o la caída de las primeras gotas de una tormenta en Mi vecino Totoro, la ilusión de estar contemplando algo que ha sido directamente capturado de la realidad resulta abrumadora. Nadie que haya visto una película de Miyazaki, no obstante, caerá en el error de malinterpretar la anterior afirmación: su animación no es extraordinaria en tanto que mímesis perfecta de lo real. Su excelencia no está -o, por lo menos, no está únicamente- en el sentido del detalle o en la fortaleza de sus trazos realistas, sino en su orgánica capacidad para una reconfiguración orgánica del mundo, que no lo reproduce tal y como lo vemos, sino tal y como es en un sentido profundo; es decir, con lo fantástico convertido en su segunda piel, revelado como la continuidad natural de lo que perciben nuestros ojos en el así llamado mundo real. El cine de Miyazaki resuelve esa contradicción fundacional: ¿Tiene sentido seguir hablando de registro y de artificio, o de realidad y sueño, como dos polos opuestos?
Universo donde las olas viven, el viento levanta su presencia invisible pero irrefutable y los espíritus animales no se dejan domesticar -ahí está el imponente elenco salvaje de La princesa Mononoke-, el mundo imaginario de este poeta que, ya en su plena madurez, supo dibujar y pensar como un niño -nadie podrá superar Ponyo en el acantilado- suma un nuevo tesoro hecho a mano -El chico y la garza-, dejándonos la única certeza de que, como siempre, acabaremos traicionando al maestro: no podremos dejar de seguir viendo, una y otra vez, este nuevo momento sagrado.
Jordi Costa