Esa pareja feliz y La muerte y el leñador conforman un programa doble inaudito y de lo más sugestivo. Representan dos épocas y dos relaciones decisivas de la vida y la carrera de Berlanga: sus inicios y su edad de oro; Juan Antonio Bardem y Rafael Azcona.
En 1950, mientras urdían el guion de Esa pareja feliz, su primer largometraje, Berlanga tenía veintinueve años y Bardem, veintiocho. Eran muy diferentes, pero su amistad y complicidad atravesaban una fase de euforia: se querían comer juntos el mundo.
La película era, de una manera muy clara, hija de los dos. De cada uno y de la mezcla tan insólita que formaban. Estaba marcada por el carácter rebelde y trasgresor de ambos, su profunda cinefilia y unas ganas tremendas de desafiar al cine español dominante, al que despreciaban por su falta de verdad y su desdén de la realidad cotidiana y las personas corrientes. Ellos sentían debilidad por losantihéroes, los perdedores, la gente del montón golpeada por la dureza de la vida: Esa pareja feliz se centra en un matrimonio de trabajadores (Fernando Fernán Gómez y Elvira Quintillá) que las pasa canutas para sobrevivir en el Madrid de la posguerra. Bardem y Berlanga andaban fascinados por los aires neorrealistas que venían de Italia y, entre las influencias que acumulaban entre uno y otro, se distinguían a Carlos Arniches, René Clair, Frank Capra y películas como Navidades en julio (Preston Sturges, 1940) o Se escapó la suerte (Jacques Becker, 1947). Bardem apreciaba del cine su potencial para sacudir conciencias y mejorar la realidad; Berlanga, infinitamente más escéptico y pesimista, aspiraba, básicamente, a retorcer la realidad y reírse de ella.
El fruto de esta mítica colaboración fue una película crucial que, como tantas obras cruciales de nuestro cine, se estrenó tarde y mal, unos dos años después de su rodaje, el 30 de agosto de 1953, al calor de la repercusión de ¡Bienvenido, Míster Marshall! Pero la inmensa mayoría del público no reparó en ella.
En 1962, a sus cuarenta años, Berlanga era otro. La entrada de Rafael Azcona en su vida había dado un vuelco a su cine: sus guiones eran más sólidos y el tono de sus historias mucho más acerado. No quedaba rastro de los amagos románticos o cándidos de sus primeras películas. Él se encontraba en estado de gracia, lleno de energía e inspiración. Plácido (1961), el primer largometraje de la pareja, era una genialidad y, en ese instante, le daban vueltas al argumento de El verdugo, que sería otra bomba y otra maravilla. La sintonía con Azcona era absoluta. Se hallaban en ese periodo dulce de una relación en el que cada uno saca lo mejor del otro y todo fluye.
En ese momento, entre Plácido y El verdugo, Berlanga recibió un encargo: adaptar una fábula de La Fontaine, La muerte y el leñador, en un cortometraje que integraría una coproducción europea, una película de episodios titulada Las cuatro verdades. En su versión de la fábula, el protagonista es un desdichado organillero madrileño que, en compañía de un burro y un niño, recorre Madrid desesperado por encontrar una manivela de organillo que sustituya a la que le han requisado por razones burocráticas. Berlanga y Azcona quedaron muy satisfechos del resultado, pese a que, como ocurriría en El verdugo, las exigencias de la coproducción impidieran que fuera interpretada por José Luis López Vázquez. Pero La muerte y el leñador queda como una antología de su cine y de su mundo. El esperpento, el humor negro, la picaresca, el sainete, los guiños a Kafka y una visión demoledora de la condición humana brillan en una extraña e irresistible armonía.
Luis Alegre