A sus ochenta y tres años, Ken Loach se mantiene fiel a los viejos combates de su juventud. Su cine, lejos de perder pujanza ideológica, ha ido renovando su vigor alentado por la situación de emergencia social que se cierne sobre gran parte del proletariado británico, un grupo humano heterogéneo que sigue constituyendo la principal fuente de inspiración para sus películas. El último ejemplo de ello lo encontramos en Sorry We Missed You, la película que el veterano realizador ha venido a presentar en Perlak y que, al momento de escribir estas líneas, encabeza la clasificación del Premio del Público.
A la hora de retratar las vicisitudes de la clase trabajadora usted, en muchas ocasiones, apostaba por la ironía. Sin embargo, tanto en su anterior película (Yo, Daniel Black) como en esta el humor aparece desterrado del relato, ¿sino de los tiempos que vivimos?
Bueno, yo creo que Sorry We Missed You tiene momentos puntuales de humor, pero sí, reconozco que son excepcionales. La ironía es un recurso que depende mucho de la historia que quieras contar y, tanto en esta ocasión como en Yo, Daniel Black, retratamos una realidad tan devastadora que acercarnos a ella desde el humor se antojaba un poco fuera de lugar.
En Sorry We Missed You usted ahonda en los efectos de esa nueva forma de ‘emprendimiento’ que se ha dado en llamar economía colaborativa…
Y que no es sino una nueva forma de explotación laboral que a los empleadores les resulta fantástica ya que todo corre a cuenta del trabajador quien en este tipo de empleos renuncia a todas sus prestaciones: vacaciones, baja por enfermedad, contribuciones… De todas maneras, muchas veces, los primeros en aceptar un escenario semejante son los propios trabajadores, que suelen mostrarse bastante insolidarios con sus compañeros. Eso es lo que le ocurre de inicio a Ricky, el protagonista de nuestra película. Nos interesaba mostrarle como un ser contradictorio.
Pero usted, sobre todo, lo que refleja es la incidencia que esas nuevas formas de explotación tienen sobre la educación de los hijos.
No me gusta generalizar y, como tal, quiero pensar que lo que le ocurre a la familia de mi película no es un reflejo de lo que sucede en todos los hogares ya que cada familia es distinta pero, mientras preparábamos la película, hablamos con varias personas que nos decían: “Sí, de acuerdo, yo trabajo diez y doce horas y llego a casa baldado pero siento que quienes más sufren esta situación son mis hijos”. Parece evidente que esas ausencias prolongadas de los padres en el hogar tienen sus efectos, aunque estos no sean siempre los mismos.
¿Cómo definiría su mirada como cineasta hacia este tipo de personajes?
Yo por mis personajes lo que siento, sobre todo, es respeto. Pero en mis películas lo que prima es una mirada plural. Está mi punto de vista, sí, pero también el de Paul Laverty, mi guionista, y el de Rebecca O’Brien, mi productora. Juntos formamos un equipo muy sólido unido por unos fuertes vínculos de solidaridad y yo creo que esa mirada solidaria es la que proyectamos sobre nuestros personajes, pero siempre de un modo implícito, nunca explícito. De lo contrario no estaríamos haciendo cine sino propaganda.
Usted forma parte de una generación de cineastas británicos que cogió el testigo del free cinema para rodar un cine comprometido con el presente. Sin embargo, da la sensación de que el cine británico, con el paso de los años, ha ido perdiendo punch ideológico.
Nosotros crecimos en una época donde el bien común era un concepto muy arraigado pero el thatcherismo acabó con eso. Durante los años 80 se impuso una cultura del individualismo y del éxito como meta que cambió el paradigma de pensamiento. En todo caso, ahora mismo hay muchos cineastas jóvenes y no tan jóvenes que mantienen una mirada solidaria pero que no pueden hacer las películas que les gustaría. Al establishment no le interesa un cine radical.
Jaime Iglesias