Justo antes de que comenzara su etapa más prestigiosa gracias a títulos como El sirviente (1963) o Accidente (1967), Joseph Losey continuó explo- rando los recursos del cine negro que había asimilado de su herencia nortea- mericana para adaptarlos a los moldes de la realidad social británica en el relato carcelario El criminal (1960), que además le sirvió para introducir algunos toques de modernidad estilística y expresiva que ya empezaban a caracterizar su cine y que se pondrían de manifiesto de una forma más evidente en títulos posteriores.
Desde los primeros compases nos sumergimos en la narración a través de la melancólica voz de Cleo Laine, en un tema creado para la película, que nos da una idea del tono desencantado y nihilista de la propuesta. La primera frase que se pronuncia, “un corazón débil nunca gana”, nos proporciona las claves necesarias para adentrarnos en un relato que se encuentra supeditado por la rudeza y la hostilidad del entorno carcelario, y que se extiende incluso cuando salimos de esa atmós- fera cerrada y viciada y nos situamos en el exterior, donde los personajes terminan siendo igual de peligrosos y desalmados.
Así, seguiremos los pasos de Johnny Bannion (interpretado por un fantás- tico Stanley Baker, uno de los actores fetiche de Losey en esa época y con el que trabajó en cuatro ocasiones). Es uno de los presos más temidos, res- petados y carismáticos de la prisión. Se encarga de imponer su propia ley dentro de su entorno, manipulando a los que lo rodean para conseguir aque- llo que se propone. Hasta que se vea envuelto en una trama de robo orquestada por una organización ma- fiosa que mueve los hilos sin que él se dé cuenta de que se ha convertido en un títere más de la función.
Losey nos introduce en el contexto penitenciario a través de una minuciosa recreación de ambientes. Y lo hace con la música que le sirvió prin- cipalmente como hilo conductor pa- ra ilustrar sus historias a lo largo de su carrera, el jazz, con partitura en esta ocasión a cargo de John Dankworth, que funciona de forma tan abrupta co- mo contagiosa a la hora de acoplarse a las pulsiones viscerales e imprevisibles de unos personajes que se encuentran acorralados. Cada uno de estos auto- denominados “villanos” adquieren una dimensión independiente dentro de las escenas colectivas gracias a una de- tallada caligrafía descriptiva. En pocos trazos somos capaces de diferenciar al más peligroso, al fanático, al sibilino, al buscavidas o al traidor, dentro de un nutrido grupo humano que se mueve por el plano con una pasmosa naturalidad orgánica.
La violencia parece estar a punto de estallar en cada momento, lo que convierte a El criminal en una obra profundamente tensa e incómoda, repleta de incertidumbre y también de desencanto, que sirve tanto para describir el momento convulso por el que atravesaba la sociedad como para realizar una punzante crítica al sistema penitenciario británico lastrado por la decadencia de su funcionamiento y la corrupción.