"Z365" o "Festival todo el año" es la nueva apuesta estratégica del Festival en la que confluyen la búsqueda, el acompañamiento y el desarrollo de nuevos talentos (Ikusmira Berriak, Nest); la formación y la transmisión de conocimientos de cine (Elías Querejeta Zine Eskola, Zinemaldia + Plus, Diálogos de cineastas); y la investigación, la divulgación y el pensamiento cinematográfico (el proyecto Z70, Pensamiento y debate, Investigación y publicaciones).
Decía Tennessee Williams en sus memorias que fue un terrible error ofrecerles La mujer maldita (1968) tanto a Richard Burton, que resultaba demasiado viejo para su papel, como a una Liz Taylor demasiado joven, "excesivamente hermosa", para encarnar a Flora Goforth. Tanto el uno como el otro habían trabajado en adaptaciones de éxito del dramaturgo, así que, cuando Sean Connery y Simone Signoret declinaron, pareció buena idea acudir a los Burton, que se llevarían la mayor parte del faraónico presupuesto, para declamar esta adaptación de su obra "The Milk Train Doesn´t Stop Here Anymore”. Pese a esos reparos a toro pasado, Williams, gran admirador de Joseph Losey, consideraba que La mujer maldita tenía grandes méritos artísticos y que sería reconocida en su momento. Y así ha sido. Al menos para espectadores con sensibilidad para lo camp.
La viuda Flora "Sissy" Goforth vive en una fortaleza de paredes encaladas en una isla mediterránea de su propiedad. Allí pasa el tiempo tomando pastillas para el sistema nervioso, bebiendo, maltratando a sus criados y dictando sus memorias a su secretaria. Comparte inquietudes de mariliendre con "la bruja de Capri", un Noël Coward que visita la casa como consejero y alcahuete, y que advertirá alteradas las rutinas del lugar con la llegada de Christopher Flanders, un poeta que en ciertos ámbitos es conocido como "el ángel de la muerte" por su costumbre de acudir junto a una viuda, esperar su defunción y
hacerse con su chatarra.
La mujer maldita, que pretende tomar su asunto, su estructura y sus recursos escénicos del kabuki, el teatro tradicional japonés, es una película extraordinaria por lo que atina y por lo que yerra. Esto ha ocurrido más de una vez en producciones de Dino de Laurentiis, que aquí apadrina una fiesta runruneada de mar, donde se bebe leche y se bebe vino, las alegorías campan y cada escena nos sacude para recordarnos que seguimos estando vivos. Tiene todo el sentido que John Waters la suela mencionar entre sus películas favoritas.
Liz Taylor volvería a trabajar para Losey ese mismo año en otro de sus títulos singulares, una suerte de cuento de hadas con modales de comedia excéntrica que adaptaba con fidelidad una nouvelle del argentino Marco Denevi.
Ceremonia secreta (1968) es otro relato de traumas expuestos y diáfanos, un cuento gótico donde el director hace un gasto esotérico y fascinante del modernismo. Opulenta en colores, con la Taylor ahora más contenida –si eso fuera posible– como prostituta contrita tras la pérdida de su hija por negligencia, la película tiene un empiece imbatible cuando Mia Farrow se sienta junto a Liz Taylor en el autobús, los personajes cruzan una iglesia en la que el cura estornuda y la trama pasa a desenmarañarse en densos interiores mentales, como un melodrama de recuerdo animal y pálpito salvaje, sin ventilación, dichoso en su depravación y articulado en una brutalidad psicológica que hacen de esta película un auténtico festín.
RUBÉN LARDÍN