"Z365" o "Festival todo el año" es la nueva apuesta estratégica del Festival en la que confluyen la búsqueda, el acompañamiento y el desarrollo de nuevos talentos (Ikusmira Berriak, Nest); la formación y la transmisión de conocimientos de cine (Elías Querejeta Zine Eskola, Zinemaldia + Plus, Diálogos de cineastas); y la investigación, la divulgación y el pensamiento cinematográfico (el proyecto Z70, Pensamiento y debate, Investigación y publicaciones).
Si hoy nos quejamos de lo mal que se estrenan ciertas comedias en nuestros cines, en multisalas de segunda y sin V.O. (Los tres chiflados de los Farrelly, por ejemplo), hace casi quince años esta situación de ninguneo a la comedia no era mucho mejor. De hecho, era mucho peor. Rushmore, por ejemplo, a pesar de venir avalada por la buena acogida crítica internacional, acabó directamente en las estanterías de los videoclubs sin haber pasado antes por sala (como Academia Rushmore). Y hasta cierto punto, hay que reconocer que esta decisión distribuidora fue, ejem, incluso comprensible. Porque no era la segunda película de Wes Anderson un filme fácil de etiquetar, precisamente: era comedia pero no arrancaba ni media carcajada, tenía un argumento de teen pic pero carecía de sus tópicos, su narrativa era, cuanto menos, morosa, y su tono general tendía más a la melancolía que al jolgorio. Eso, si se la hubiera considerado un filme de género. Porque si se la hubiera metido en el vagón del cine alternativo o, pongamos, “de autor”, entonces la ecuación quizá hubiera sido más sencilla de resolver… O no: tampoco eran tiempos en los que se considerara que un joven director pudiera hacer humor desde una posición abiertamente autoral, con capacidad para desplegar un temario y una poética propios entre chiste y chiste.
Casi cinco lustros después, hay que tasar hoy Rushmore como un título relevante en la renovación de la comedia de los últimos años. Su sutileza humorística, incluso se podría hablar de su voluntaria indefinición en el terreno cómico, se contempla ahora como un activo en la ampliación de tonalidades, tempos e imaginarios de la comedia. Y, encima, su capital como película con firma, a la luz de los títulos posteriores de Anderson, no ha hecho más que cotizar al alza. Porque si bien su primera película, Bottle Rocket (1995), ya tiene una voz propia, es en Rushmore donde esa voz se amplifica, enriquece y llega a octavas creativas más altas. Todo Wes Anderson ya está en esta película: diseño de producción detallista y retro, columna musical sibarita (The Who, Yves Montand, Cat Stevens, The Faces…), ingeniosos giros literarios o teatrales, derivas narrativas más pendientes de las digresiones y descripciones que de la acción propiamente dicha, caligrafía audiovisual exquisita no sin cierta cojera esteticista… En fin, todo el aparato formal reconocible de un director especializado en el retrato de personajes de un decadentismo ilustrado que viven en el desasosiego de aceptar el rol que les adjudica su entorno o posición. Como Max Fischer, ese estudiante híper-motivado que es Jason Schwartzman. O como ese director de cine hípermotivado que es el propio Wes Anderson.
J.P.