"Z365" o "Festival todo el año" es la nueva apuesta estratégica del Festival en la que confluyen la búsqueda, el acompañamiento y el desarrollo de nuevos talentos (Ikusmira Berriak, Nest); la formación y la transmisión de conocimientos de cine (Elías Querejeta Zine Eskola, Zinemaldia + Plus, Diálogos de cineastas); y la investigación, la divulgación y el pensamiento cinematográfico (el proyecto Z70, Pensamiento y debate, Investigación y publicaciones).
La historia del cine siempre se ha movido, en su acepción más evolutiva, por tendencias comerciales o artísticas, corrientes, movimientos homogénos o dispersos, aglutinación de talentos o rupturas lanzadas por independientes y francotiradores. No hay mucho más secreto que ése, desde Dziga Vertov hasta David Lynch, de Jean Vigo a Jerry Lewis, de F.W. Murnau a David Cronenberg, de Ingmar Bergman a Béla Tarr. En el cine francés, el movimiento ha sido permanente: deslizamientos progresivos de placer (cinematográfico), que diría Alain Robbe-Grillet. Primero, en las marismas del cine mudo, fueron George Méliès, Louis Feuillade, Abel Gance, el primer y mejor René Clair, Jean Renoir, Buñuel y Dalí, surrealistas y dadaistas varios. Después Jean Gremillon, el realismo poético (con sus cosas buenas y brumosas y sus cosas malas e impostadamente poéticas), Jacques Becker (el mejor de todos), Bresson y Tati, dos estilos tan distintos pero tan esenciales para entender la evolución vertiginosa del cinematógrafo. Después, claro, la Nouvelle Vague, y su descendencia directa (Jean Eustache, Philippe Garrel, Jacques Doillon, Chantal Akerman), y Resnais y Franju.
La nueva ola fue en realidad un maremoto que barrió durante unos cuantos años todo el panorama cinematográfico. Pero si el movimiento como tal acabó diluyéndose, como lo han hecho históricamente todas las vanguardias, su influencia ha llegado hasta nuestros días. Y lo mejor es que lo ha hecho de manera multiforme, no siempre devota y deudora: hay hijos apócrifos de Godard y cineastas que combaten el efecto de la nueva ola para crear lo que nos ha parecido pertinente bautizar como contraola, que no es exactamente un cine a la contra, sino un cine que replantea, cuestiona, renace, regenera y crea nuevas formas.
En el cine francés del último decenio coinciden así los hijos legítimos, los hijos bastardos, los nietos y los parientes opositores de la Nouvelle Vague. No todos hablan el mismo lenguaje, pero tienen capacidad para entenderse, y el espíritu incordiante se mantiene incluso en aquellos que reniegan de cualquier influencia de la edad de oro de los nuevos cines. Como escribió Gilles Deleuze evocando a los surferos, podríamos decir que estos cineastas se deslizan sobre el pliegue de la ola. Están, a modo
de eslabón, Olivier Assayas o Leos Carax, productos del cine de los ochenta, tan cercanos a la nueva ola, y a su lado, compartiendo plato y mesa, radicales como Gaspar Noé y Marina de Van; cineastas de género como Christophe Gans y Pascal Laugier; descendientes espúreos del cine más radical perpetrado en los sesenta, como Philippe Grandrieux, Serge Bozon, Bertrand Bonello y Bruno Dumond; kamikazes del género clásico como Jacques Audiard (sus thrillers), François Ozon (sus melodramas), Arnaud Desplechin (sus extrañas comedias) y Christophe Honnoré (sus musicales); cineastas del cuerpo y la provocación (Catherine Breillat); documentalistas atentos (Nicolas Philibert) y narradores irreverentes (los hermanos Larrieu). Hasta el cine social adquiere otra dimensión gracias a Laurent Cantet, Nicolas Klotz o Xavier Beauvois.
No es un movimiento, seguro, sino un crisol de tendencias. Y este ciclo no pretende ser otra cosa que una gran panorámica que atrape, concentre y destile todas esas propuestas.
Quim Casas