"Z365" o "Festival todo el año" es la nueva apuesta estratégica del Festival en la que confluyen la búsqueda, el acompañamiento y el desarrollo de nuevos talentos (Ikusmira Berriak, Nest); la formación y la transmisión de conocimientos de cine (Elías Querejeta Zine Eskola, Zinemaldia + Plus, Diálogos de cineastas); y la investigación, la divulgación y el pensamiento cinematográfico (el proyecto Z70, Pensamiento y debate, Investigación y publicaciones).
El pícaro es el antihéroe por antonomasia. Se es pícaro por obligación, porque el hambre y la necesidad aprietan; porque la vida, con sus mejores dádivas, te ha dado la espalda… Pero también se es pícaro por vocación, pues el arte del robo, del engaño, de la simulación, no se aprende fácilmente: se lleva en la sangre. La picaresca es, con frecuencia, mucho más que una forma de supervivencia. Es un creativo acto de rebeldía. El único modo de marcar diferencias ante los poderosos. En la España del Siglo de Oro, la del Imperio de ultramar y la Inquisición, la de Lope de Vega y Góngora, el pícaro se atrevía a cuestionar con sus acciones el orden establecido; era la conciencia sucia de una sociedad cruel y opresiva. De ahí que la anónima “Vida del Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades” (1554), “Guzmán de Alfarache” (1604), de Mateo Alemán, o “Vida de don Gregorio Guadaña” (1644), de Antonio Enríquez Gómez, sean comedias altamente subversivas.
No hacía falta esperar, pues, al estreno de Los alegres pícaros (1988) para percatarse de que Mario Monicelli estaba prendado por la literatura picaresca española. Los protagonistas de Rufufú (1958), La gran guerra (1959) o el sketch "Fata Armenia" de Las cuatro brujas (1966) son pícaros por cuanto luchan con uñas y dientes contra la necesidad y el peligro, contra una sociedad hostil, mezquina, o contra la más aciaga adversidad; son el contrapunto ácido a la moral establecida, y aunque intentan mejorar su situación personal/social, siempre fracasan, dándose la circunstancia de que sus aventuras podrían continuar narrándose indefinidamente porque no hay evolución posible que cambie la historia. Así pues, en ese extraordinario díptico que es La armada Brancaleone (1966) y Brancaleone alle Crociate (1970), se percibe un matiz abierto, inconcluso, donde la sátira se exagera hasta extremos brutalmente caricaturescos, y cuyo protagonista, el “noble” Brancaleone da Norcia (Vittorio Gassman), es un personaje tan risible y desquiciado como el “Buscón” de Quevedo.
Pero, sobre todo, de la novela picaresca española del siglo XVII Monicelli abraza su hondo pesimismo, no tanto porque sus pícaros sean un “ejemplo” de conducta asocial que, invariablemente, resulta escarmentada, sino porque el cineasta, pese a su socarronería y su mala uva, escondía una idea de la justicia y la sociedad en la línea de los intelectuales tradicionales; es decir, honesta y responsable, perpleja ante los abusos del poder y el carácter cosmético de un orden social y político, presuntamente democrático, convertido en rompeolas del descontento popular. Por todo ello, en Los alegres pícaros existen escenas divertidas — la salida de Lázaro conduciendo al ciego por el puente de Salamanca; el ahorcamiento del tahúr; el cruce de nobles a caballo parodiado por sus criados; la discusión de Guzmán y el Lázaro pícaro con la prostituta…—, pero su tono es triste, apagado, acorde con una visión de la vida absolutamente sombría, muy alejada de los brillos tragicómicos del pasado.
Antonio José NAVARRO