En Harry Dedos Largos, una de las películas más emblemáticas y reivindicables del cine de carteristas (cuyas cúspides son, impepinablemente, Manos peligrosas, de Fuller, y Pickpocket, de Bresson), Bruce Geller, el realizador (y creador nada menos que de Misión: Imposible), dedica gran parte del metraje a la repetida contemplación del equipo protagonista (dos carteristas veteranos, James Coburn y Walter Pidgeon, y dos novatos, Michael Sarrazin y la minifaldera Trish Van Devere, que es el cebo) durante su dura jornada laboral: docenas y más docenas de hurtos en las calles de diversas ciudades de Estados Unidos y Canadá, una melódica sinfonía visual de cuerpos en movimiento, tropiezos fingidos, manos sigilosas, bolsillos disponibles, periódicos doblados para pasarse las billeteras robadas… Hacia el principio de Nueve reinas (2000) hay un momento revelador que recuerda esas mismas coreografías callejeras: Ricardo Darín (que vendría a ser aquí el James Coburn de allí) le enseña a Gaston Pauls (el equivalente de Michael Sarrazin) el rítmico y perpetuo trajín de pillos, bribones y chorizos que culebrean delictivamente por las calles de Buenos Aires y que el montaje ilustra con planos cortos, fulgurantes; la ciudad, en fin, cumpliendo con la principal regla de la economía: que el dinero circule sin parar.
Darín y Pauls, en cualquier caso, no son carteristas, o no los vemos ejercer como tales, pero son estafadores de idéntico pelaje. La película comienza con su encuentro fortuito en una gasolinera, donde Pauls intenta timar a una cajera primero y a su sustituta después, error de cálculo que revierte en ser descubierto por el responsable del establecimiento justo cuando Darín, que estaba ahí de paso, interviene haciéndose pasar por policía y se lleva a Pauls supuestamente arrestado. Detengámonos en el adverbio, en el supuestamente: en Nueve reinas, desde el primer minuto (esta escena) hasta el minuto último, todo, absolutamente todo lo que damos por supuesto es susceptible de ser mera apariencia. Engaño. En el engaño viven las veinticuatro horas del día Darín y Pauls, porque es su profesión. Pero el engaño se extiende igualmente a todos los personajes que irán incorporándose en el relato: la hermana de Darín, un viejo compinche de Darín, un millonario alcoholizado con ínfulas mafiosas (admirable composición del catalán Ignasi Abadal) a quien Darín y Pauls, ya uniendo fuerzas como socios, intentarán vender unos valiosos sellos (las Nueve Reinas titulares), etc.
Más que en el cine de carteristas, Nueve reinas fluctúa en el hemisferio de El golpe, de George Roy Hill, y Casa de juegos, de David Mamet, y si no las supera, sí las iguala. Su origen, curiosamente, fue un concurso de guiones que en 1998 convocó la productora Patagonik. Lo ganó Fabián Bielinsky, que tuvo la suerte de que también le dejaran dirigir la película, su primer largometraje. Fue el sleeper del cine argentino del año 2000, a la vez que un apreciable éxito internacional. Cuatro años después, Gregory Jacobs realizó el remake americano, Criminal, con John C. Reilly, Diego Luna y Maggie Gyllenhaal y mucho menos gancho. Porque Nueve reinas es un film con enorme, enormísimo gancho, la feliz conjunción de un guion endiabladamente bien construido, un grupo de actores espléndido, una realización ágil y una pluscuamperfecta y proporcionada mezcla de intriga y comedia que crece sobre la marcha, sin desfallecer, manteniéndote atado al “¿y ahora qué pasará, ahora quién engañará a quién?”. Lamentablemente, la carrera de Bielinsky sería inesperadamente corta: en el año 2005 realizó su segundo largometraje, El aura –que compitió en el festival de San Sebastián, también con Darín como principal intérprete–, una obra más grave, más dramática que Nueve reinas, y falleció en junio del año siguiente, a causa de un ataque cardíaco, a los cuarenta y siete años de edad.
Jordi Batlle Caminal