En 2019 se hizo viral en las redes sociales y en modo meme un fragmento de la secuencia más famosa de Fuerza mayor (2014) de Ruben Östlund. Aquella en que, ante una avalancha inesperada que se abate sobre la familia protagonista de vacaciones en una lujosa estación de esquí, el padre huye despavorido dejando atrás a la madre que intenta proteger a los dos hijos. Mucha gente interpretó la escena como real: la cámara fija detrás de los protagonistas que parecía captar los hechos de forma aleatoria propiciaba esta lectura. Las dinámicas que se generan en la sociedad contemporánea con relación al dominio de las redes sociales se han convertido en uno de los asuntos habituales en la obra del director de Play (2011), y están presentes en su nueva película, El triángulo de la tristeza. En Fuerza mayor, la reacción del padre abre una previsible crisis en una familia de apariencia feliz, en lo que se ha ido definiendo como otra de las temáticas preferidas de Östlund: dinamitar los arquetipos positivos asociados a la masculinidad y, en general, arrastrar a los protagonistas fuera de sus entornos de privilegio para observar cómo una serie de coyunturas azarosas zarandea su andamiaje de vanidades y apariencias.
El arranque de El triángulo de la tristeza, segunda Palma de Oro para Östlund tras ganarla por justo su obra anterior, The Square (2017), invierte la típica división sexual en lo que a la objetivación de los cuerpos por parte de la industria de la imagen se refiere. Conocemos al protagonista, Carl (Harris Dickinson), en pleno proceso de exponer su rostro y su torso junto a otros modelos masculinos en una audición que nos descubre pequeños secretillos sobre las grandes marcas, además del significado del título del film. Las pasarelas han representado uno de los pocos ámbitos laborales en que las mujeres han ganado más que los hombres. Y Östlund contrapone esta realidad a ciertas inercias de género en una incómoda velada posterior en que Carl cena con su novia también modelo, Yaya (Charlbi Dean, tristemente fallecida el pasado 29 de agosto). En una película que se estructura en tres secciones, Östlund no tarda en añadir más gente a la fiesta. El segmento central de El triángulo de la tristeza tiene lugar en un pequeño crucero de lujo donde se embarcan Carl y Yaya, y que acoge una selecta muestra de las nuevas y viejas formas de privilegio económico.
Ruben Östlund lleva a cabo a partir de aquí una película sobre la lucha de clases que entronca con una cierta tradición del cine europeo, de Luis Buñuel a Marco Ferreri, gustosa de poner a las élites en la picota de la sátira. El sueco se empeña en despojar a estos millonarios de aquello que más reverencian, las buenas formas. Y lo lleva a cabo desde una estrategia igualmente empleada en la secuencia más famosa de The Square: la introducción de un elemento de primitivismo que resquebraja la apariencia de sofisticación y buenos modos. Así, la última triunfadora del festival de Cannes contiene uno de los segmentos de comedia escatológica más brutales vistos en el cine de autor contemporáneo. El triángulo de la tristeza recurre al humor grueso, y esa, al contrario de lo que se podría pensar, se convierte en su mayor virtud. Östlund se desvela como un practicante más atinado de la comedia burda que de la sátira sofistica. En el otro gran momento del film, el capitán del barco que interpreta el siempre bienvenido Woody Harrelson, culmina unas jornadas de escalada alcohólica dignas del camarero de El guateque en un duelo dialéctico con un magnate ruso del abono fecal. La Guerra Fría reconvertida en un hilarante combate beodo de citas ideológicas entre un estadounidense marxista, variante Karl, y un ex soviético ultracapitalista.
Eulàlia Iglesias