"Z365" o "Festival todo el año" es la nueva apuesta estratégica del Festival en la que confluyen la búsqueda, el acompañamiento y el desarrollo de nuevos talentos (Ikusmira Berriak, Nest); la formación y la transmisión de conocimientos de cine (Elías Querejeta Zine Eskola, Zinemaldia + Plus, Diálogos de cineastas); y la investigación, la divulgación y el pensamiento cinematográfico (el proyecto Z70, Pensamiento y debate, Investigación y publicaciones).
El 3 de febrero de 1979 Romy Schneider levantaba en la sala Pleyel parisina su segundo César como mejor actriz. Lo conseguía por su papel en la película Una vida de mujer (1978), pero la intérprete era consciente de que el galardón no era el reconocimiento a un papel puntual sino a todo el trabajo que había desarrollado desde que dos décadas atrás llegara a Francia dispuesta a dejar atrás a la emperatriz Sissi, el personaje que la había convertido en almibarado icono del cine alemán. Dedicó la estatuilla a su director, Claude Sautet; posiblemente, nadie había tenido más peso que él en este camino.
El azar había cruzado a Schneider y Sautet diez años antes en los estudios Boulogne-Billancourt. Ella trabajaba en la sincronización de La piscina (Jacques Deray, 1968), la película que suponía su reencuentro con Alain Delon tras una relación tan fulgurante como turbulenta; él quería dar un vuelco a su carrera con una cinta que le pusiera al alcance de lo que el cine no le había ofrecido hasta entonces, y entendió al momento que ahí tenía a la mujer independiente que buscaba para protagonizar Las cosas de la vida (1970).
Su relación sentimental no tendrá largo recorrido, pero plantaría la semilla de una complicidad que se extenderá durante toda una década. No siempre de manera cómoda para la actriz, en demasiadas ocasiones relegada a mera opción secundaria: si el papel de la prostituta de Max y los chatarreros (1971) estaba destinado a Marlène Jobert, el de la mujer que pone el amor por delante de todo en Ella, yo y el otro (1972) había sido pensado para Catherine Deneuve. Pero Schneider no tiró la toalla ni cuando el director la relegó a una colaboración fugaz en Mado (1976) ni cuando optó por Stéphan Audran para protagonizar Tres amigos, sus mujeres y… los otros (1974).
Schneider supo siempre esperar su oportunidad con una confianza ciega, llegando a aceptar papeles que le ofrecía Sautet con solo leer una breve sinopsis del argumento de las películas. El de Una vida de mujer sería su trabajo culminante: el director le había propuesto un gran papel dramático para el momento en el que alcanzara los cuarenta y lo construyó mezclando elementos de los cuatro anteriores con rasgos de la personalidad de la propia intérprete.
La película alcanzaría un inmenso éxito de crítica y público y quedaría refrendada por toda una nominación al Oscar, pero este brillo no logró esconder un tono crepuscular, de tiempo ya pasado. Será la última colaboración de Schneider y Sautet. El destino trágico alcanzará a la actriz la primavera de 1982, cuando fue encontrada muerta en su piso parisino con solo cuarenta y tres años. Sautet le sobreviviría otros dieciocho sin conseguir aplacar nunca el pesar que le produjo su desaparición. A sus espaldas quedaba no ya una de las relaciones más fructíferas de la historia del cine francés, sino algo que la actriz calificó como “una amistad que fue mucho más allá de la amistad”.
Aguilar y Cabrerizo