"Z365" o "Festival todo el año" es la nueva apuesta estratégica del Festival en la que confluyen la búsqueda, el acompañamiento y el desarrollo de nuevos talentos (Ikusmira Berriak, Nest); la formación y la transmisión de conocimientos de cine (Elías Querejeta Zine Eskola, Zinemaldia + Plus, Diálogos de cineastas); y la investigación, la divulgación y el pensamiento cinematográfico (el proyecto Z70, Pensamiento y debate, Investigación y publicaciones).
Cierto es que el influyente grupo neoyorquino fue apadrinado por Andy Warhol, quien en 1966 les incrusta en una sinestesia multimedia donde se solapan proyecciones, música en vivo y danzas sadomaso, pero sus canciones ya existían antes de que les descubriese el infame genio pop-art. Y siguieron muy vivas cuando este le soltó a Lou Reed que tal vez debían buscar su propio camino fuera de aquel efímero, apabullante espectáculo que llamaron Exploding Plastic Inevitable, motivando que el músico le despidiese en el acto como representante.
La banda se asocia a la fálica portada de su primer álbum, firmada por Warhol, cuya fama les permitió alejar del estudio presiones y censuras, pero aquellas canciones, que en su crudeza y ternura hicieron del rock idioma adulto, habían sido elaboradas por Reed y John Cale en maquetas acústicas y electrizantes actuaciones. Con letras que mostraban lo que la música pop no se atrevía a explorar: drogas duras (“I’m Waiting for the Man”), heterodoxa sexualidad (“Venus in Furs”), las cloacas de una sociedad subyugada plasmadas con aliento beat generation (“Heroin”). Y músicas que, atizadas por guitarras corrosivas o delicadas, percusión tribal y la chirriante viola de Cale, se alejaban del blues y abrían nuevas vías entre la semántica rock’n’roll (“There She Goes Again”), resonancias de Phil Spector (“All Tomorrow’s Parties”) y primogénito noise (“European Son”).
Ninguna banda de la época sonaba así. La razón estriba en la alianza transatlántica entre Reed y otros dos jóvenes de Long Island –la baterista Maureen Tucker, el guitarrista Sterling Morrison– con el niño prodigio galés Cale, que al llegar becado a Estados Unidos participa en zumbantes experimentos junto al compositor LaMonte Young. El choque entre el poeta Reed, empeñado en traer a Cátulo, Dostoievski, Chandler y Ginsberg a la canción moderna, y el indómito Cale, pianista educado en la academia, pero discípulo de John Cage, produce un ente que, a causa de sus pasajes transgresores y brutal honestidad, será rechazado por la radio e ignorado por el público. Una segunda voz europea, la de la modelo alemana Nico, introducida por Warhol para dar visibilidad a un cuarteto reticente tras sus gafas oscuras, completa la formación que registra aquel todavía vigente debut publicado en 1967. Canta las icónicas baladas “I’ll Be Your Mirror” y “Femme Fatale”.
El resto de su historia –que finaliza en 1970 tras las escalonadas bajas de Nico, Cale y Reed– está bien documentada. Y ahora Todd Haynes, sorteando los tópicos del documental rock, nos regala el retrato
audiovisual definitivo. The Velvet Underground, donde solo se entrevista a supervivientes de la época, propone una experiencia inmersiva que ponga en contexto a la banda como otra brillante anomalía en la pujante escena artística neoyorquina de los sesenta. El paisaje en el que les emplaza lo pueblan los filmes experimentales de Maya Deren, Kenneth Anger, Jack Smith, Jonas Mekas y, naturalmente, Warhol. La música suena novedosa y punzante; se desvela la influencia queer en su actitud contestataria; y el film atrapa la discordante, visionaria esencia Velvet.
“Rechazaban el modo en que la contracultura trataba de imponer una pureza hippy sobre la idea de los medios de masas”, dice Haynes. “Entendieron que no se puede vivir aparte de esa cultura de masas que nos envuelve, que como sociedad estamos corruptos, y en vez de pretender que podemos vivir orgánicamente fuera de esa fascinación, se sumergieron en un sentimiento de culpa que ya todos albergamos”.
Ignacio Julià