"Z365" o "Festival todo el año" es la nueva apuesta estratégica del Festival en la que confluyen la búsqueda, el acompañamiento y el desarrollo de nuevos talentos (Ikusmira Berriak, Nest); la formación y la transmisión de conocimientos de cine (Elías Querejeta Zine Eskola, Zinemaldia + Plus, Diálogos de cineastas); y la investigación, la divulgación y el pensamiento cinematográfico (el proyecto Z70, Pensamiento y debate, Investigación y publicaciones).
Rebeldes (The Outsiders, 1983) es la película que con mayor orgullo puede vanagloriarse de haber congregado en su reparto a un respetable número de nuevos cachorros (la generación del brat pack) llamados a robar los corazones del espectador. Algunos estaban predestinados a perpetuarse en el tiempo: Matt Dillon, Patrick Swayze hasta su fallecimiento, Rob Lowe en menor medida y, naturalmente, Tom Cruise, todavía hoy, casi cuarenta años después, en la cúspide del firmamento hollywoodiense. Otros tendrían carreras titubeantes y discretas, como Ralph Macchio, Emilio Estevez o C. Thomas Howell, aunque no dejan de ser actores de culto entre los nostálgicos de los años ochenta. En el apartado femenino, una belleza juvenil, Diane Lane, que había debutado siendo niña en 1979, junto a Laurence Olivier, en Un pequeño romance, y que hasta la fecha ha ido madurando como actriz admirablemente. Para todos ellos, trabajar con el autor de El padrino y Apocalypse Now debía ser un sueño hecho realidad.
Pero el Francis Coppola de 1983 ya no era el Francis Ford Coppola de antes. El fracaso de Corazonada, que lo empujó a poner a subasta pública los estudios Zoetrope, desintegró su megalomanía. Y aceptó volver a ser un asalariado, como en los viejos tiempos de Roger Corman, y llevar a la pantalla, consecutivamente, dos novelas de la escritora Susan E. Hinton protagonizadas por adolescentes conflictivos: a Rebeldes le seguiría la formal y conceptualmente más osada La ley de la calle. Porque Rebeldes, en efecto, es más simple en su exposición, más elemental. Sin veleidades estéticas, va al grano y retrata de modo funcional a un grupo de pandilleros, los Greasers, enfrentados a una banda rival, los Socs, en Tulsa, Oklahoma, allá por los años sesenta. Criaturas marginales y marginadas contempladas con mucho cariño y, a ratos, exceso de mermelada lacrimógena.
Como Stanley Donen en Siete novias para siete hermanos, Coppola usa con maestría el cinemascope para dar cabida en el plano a los protagonistas (siete también, los Greasers: los actores antes citados) y concederles movimiento continuo; aunque no bailan, son puro nervio. Otro cinemascope insigne resopla de manera constante en la memoria: Rebelde sin causa. Peleas, rivalidades y entorno hostil remiten abiertamente a la obra señera de Nicholas Ray, y todavía más la estrecha relación entre los dos Greasers menos brutos, más sensibles: si en Howell puede detectarse el espectro más o menos difuminado de James Dean, Macchio, en cambio, es el perfecto sosias de Sal Mineo, tanto a nivel físico como en el sesgo trágico que lo acompaña. Ambos protagonizan el fragmento mejor y más emotivo de Rebeldes: su huida (en tren de mercancías, como en el cine de la Gran Depresión) y posterior refugio en una iglesia abandonada. Toda una tradición del mejor cine clásico americano, la de la amistad viril entre dos personajes desarraigados, está ahí.
Jordi Batlle Caminal