Hay personas que forman parte del paisaje humano del Festival, cineastas que han ido tejiendo una red de complicidades con San Sebastián hasta el punto de convertirse en unos asiduos visitantes del Zinemaldia, donde saben que les aguarda un público fiel y receptivo a sus propuestas. François Ozon es uno de esos nombres. Desde que en 2000 presentase en Sección Oficial Bajo la arena, el parisino ha competido en otras cuatro ocasiones por la Concha de Oro (la última el año pasado con Verano del 85), un galardón que logró con En la casa en uno de los palmarés que más consenso generó en la historia reciente del Festival. Pero la relación del cineasta con el certamen no acaba ahí, sino que Ozon también se ha prodigado (y mucho) en la sección Perlak, donde ha presentado títulos como Swimming Pool, Joven y bonita o Frantz y donde este año regresa para ofrecer a la audiencia donostiarra su último largometraje: Todo ha ido bien, que concursó en la pasada edición del festival de Cannes.
Aunque hay una serie de constantes muy reconocibles en la filmografía del cineasta francés (esa tensión entre lo aparente y lo real, el desdoblamiento de personalidad, los juegos de identidad o el cuestionamiento de una sexualidad normativa), en los últimos años Ozon, sin descuidar esos escenarios de ambigüedad en los que se mueve con singular maestría, ha ido transitando por otros frentes definidos, también, por la incertidumbre moral pero cuyo empaque ha disuadido al cineasta de proyectar sobre ellos esa mirada voluble y juguetona que solía ser marca de estilo en sus largometrajes anteriores. Todo ha ido bien pertenece a este grupo de obras cuyo antecedente inmediato sería Gracias a Dios (una crónica de urgencia sobre la lucha de los afectados por los abusos perpetrados por una serie de sacerdotes encubiertos por el obispado de Lyon, rodada en clave cuasi documental). Todo ha ido bien no está guiada por ese apremio de generar debate en torno a un tema candente, su ritmo es otro, más íntimo, más pausado (el propio del primer Ozon), pero el asunto que sostiene el entramado argumental del film (el derecho a elegir y gestionar la propia muerte) tiene tanto calado como el de Gracias a Dios.
La historia está guiada por la mirada de una escritora madura (interpretada por una recuperada Sophie Marceau que llevaba desde 2014 prácticamente alejada del cine) que un día recibe la noticia de que su padre ha sufrido un accidente cardiovascular. Este hombre, interpretado por el incombustible André Dussollier (presencia recurrente en el cine de Alain Resnais, que aquí acomete una de sus más impactantes interpretaciones) siempre ha tenido un carácter difícil y una relación tensa con sus hijas, especialmente con Emmanuèlle (el personaje de Marceau), a la que, no obstante, en mitad de su proceso de recuperación hospitalaria, convence para que se encargue de gestionar su última voluntad: tener una muerte digna. Dado que en Francia la eutanasia sigue siendo una práctica ilegal, Emmanuèlle y su hermana Pascale
se verán obligadas a contactar con una organización suiza para cumplir con el último deseo de su progenitor.
A pesar de la gravedad del tema, Ozon prescinde de centrar su mirada en los pormenores del asunto desplazándola hacia las ambiguas relaciones entre estos tres personajes, profundizando en la idea del amor como una elección, lejos de ese valor incondicional que se les presupone a los vínculos afectivos que se dan entre los miembros de una misma familia. También cuestiona el director el carácter normativo que parece revestir el duelo, mostrando la sensación de vulnerabilidad que arrastramos cuando despedimos a los seres queridos, aunque, como en este caso, se trate de una despedida programada.
Jaime Iglesias