"Z365" o "Festival todo el año" es la nueva apuesta estratégica del Festival en la que confluyen la búsqueda, el acompañamiento y el desarrollo de nuevos talentos (Ikusmira Berriak, Nest); la formación y la transmisión de conocimientos de cine (Elías Querejeta Zine Eskola, Zinemaldia + Plus, Diálogos de cineastas); y la investigación, la divulgación y el pensamiento cinematográfico (el proyecto Z70, Pensamiento y debate, Investigación y publicaciones).
Cuando, en 1945, Roberto Gavaldón realizó La barraca, Vicente Blasco Ibáñez era ya un valor sólido de la industria fílmica. Al parecer, una película de autoría anónima de 1914, El tonto de la huerta, adaptación precisamente de La barraca, fue su bautismo cinematográfico. Dos años más tarde, el propio escritor valenciano dirigió, en colaboración con Ricardo de Baños, la primera adaptación de Sangre y arena. Después vendrían los grandes éxitos de Rodolfo Valentino, Los cuatro jinetes del Apocalipsis (1921) y Sangre y arena (1922), y las parodias de Hal Roach (Mud and Sand, 1922) y Mack Sennett (Bull and Sand, 1924), etc. Blasco Ibáñez se estrenó en el cine mexicano con otra farsa, Ni sangre ni arena (1941), protagonizada por Cantinflas. Y llegó Gavaldón, con una aplicada versión de la novela escrita en 1898, en cuyo guion participó Libertad Blasco Ibáñez, hija de Vicente. El film, que contó con actores y escenógrafos españoles refugiados en México (Román Gubern la llamó ‘película de exiliados’), ganó diez premios Ariel.
Como el libro, la película comienza narrando la tragedia de tío Barret, labriego pobre que vive con su mujer y sus hijas en una humilde barraca de la huerta valenciana y trabaja mucho sin recibir nada a cambio; o sí: la expropiación y la expulsión de su hogar y sus propiedades, ordenadas por el vil usurero de la capital. Son diez minutos de gran cine, con un soplo lírico, casi bíblico, digno de King Vidor. La imagen a ras de suelo de tío Barret tumbado sobre la tierra que hasta ayer labró, y que encadena la noche con el amanecer, es tan brillante como la escena, poco después, en la que el desesperado desahuciado va al encuentro del usurero y lo mata a golpes de hoz en un plano precioso, que sólo muestra las hojas de un maizal y el sombrero del muerto cayendo a una acequia.
Una voz en off nos dice que tío Barret murió tiempo después en el presidio donde cumplía condena y que, desde que devino la tragedia, los campesinos del lugar juraron que, por maldita, nadie jamás volvería a ocupar la barraca. Ahí arranca, de hecho, la historia: con la llegada, al cabo de los años, de Batiste y su (numerosa) familia, que arrendan la ya ruinosa casa dispuestos a cultivar la tierra ante la progresiva hostilidad de sus vecinos. La barraca es una película sobre gente con mucho carácter, gente brava. Las desgracias se acumulan hasta un falso happy end, al que siguen quince minutos de paz, bailes y canciones, y otros quince que nos devuelven el fatalismo. Un melodrama rural en toda regla.
Jordi Battle Caminal