"Z365" o "Festival todo el año" es la nueva apuesta estratégica del Festival en la que confluyen la búsqueda, el acompañamiento y el desarrollo de nuevos talentos (Ikusmira Berriak, Nest); la formación y la transmisión de conocimientos de cine (Elías Querejeta Zine Eskola, Zinemaldia + Plus, Diálogos de cineastas); y la investigación, la divulgación y el pensamiento cinematográfico (el proyecto Z70, Pensamiento y debate, Investigación y publicaciones).
No es solo que todas las familias felices lo son de la misma manera según la frase de Tolstoi mil veces repetida sino que todos los miembros de una familia suelen oler igual. Ni bien ni mal ni mejor ni peor: igual. Sobre todo si son pobres. Aunque estén empezando a dejar de serlo. O a parecer que están empezando a dejar de serlo. Más o menos. Porque también es cosa sabida (y si no Bong Joon–ho, autor, naturalmente, de The Host, Mother y Okja, se encarga de demostrarlo) que generalmente uno no tiene dinero ni posesiones ni un estilo de vida envidiable porque haya sido un ser humano esplendoroso, espléndido y maravilloso con su prójimo. Realmente acostumbra a suceder al revés: la gente llega a ser buena, generosa y de trato encantador solo cuando y porque tiene dinero, posesiones y un estatus social interesante. Un puro asunto de tener y no tener (To have and have not).
Más o menos. Porque la gloriosa Palma de Oro de Cannes 2019, la película que hizo saltar la banca de las taquillas de Francia, la que desean ver 2,99 de cada tres espectadores del SSIFF, la que se estrena en nuestros cines el 18 de octubre, es una parábola, una metáfora, una fábula tan rematadamente bizarra que cada uno, cada quien, cada cualquiera puede leerla, gozarla, reírla, temblarla a su manera y entenderla. ‘Bizarra’ en las dos acepciones de la palabra, la académica: valiente y esforzado, como la censurada por los etimologistas hispanos: extravagante, raro.
Parasite huele mal. Muy mal. Hedionda. A aguas putrefactas que desbordan alcantarillas anegadas. A pizzas húmedas metidas en cajas mal ensambladas. A orina de borracho que mea en una farola. Cerca de tu, digamos, cocina. A sangre seca, vieja. Parasite huele bien. A muebles bien encerados, a pinturas acrílicas de alta calidad. A dinero del bueno. A fiesta en el jardín. A muerte en el jardín. Parasite es lo que es, una bomba de relojería que cuando estalla transforma tu sonrisa cómplice y cinéfaga en la mueca del Joker. Parasite es, entre otras tantas cosas, guarro terror en su inmaculada concepción. Terror cinematográfico. Horror social. Puro Downtown Abbey descoyuntado. Espanto político. Risa bizarra. Muerte(s) bizarra(s). Imponente lucha, animal, atávica, por la supervivencia. Invasión de los ladrones de estatus social.
Parasite podría recordar, a lo bestia, otra maravilla coreana, a La doncella de Park Chan-wok pero, lógicamente, no necesita ni de ese ni de otros referentes para salir a flote. Se basta por sí sola. Le basta con ser tan viciosa y estar tan viciada. Con ser y estar tan desesperada. Tanto que la risa, de nuevo, se confunde con el crujir de huesos y médula. En un diseño de producción tan impecable como implacable. Con un toque gótico en las últimas revueltas del guión que estampa al espectador contra la butaca. Con una furia rampante. Con una desolación absoluta. Pobre fuiste y en pobre te convertirás. Aunque ya se sabe: “El dinero es como una plancha: elimina todas las arrugas”.
Begoña Del Teso