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La última película que dirigió Joseph Losey, Steaming (1985), tiene sus visos de decadencia, sí, pero algunos casan con el propio argumento. A Losey se le torcieron unas cuantas cosas en una película de encargo que se empeñó en que guionizara su esposa, Patricia Losey, que ya había colaborado en Don Giovanni (1979), con resultados que no satisficieron a los productores. Además, la salud de Losey ya estaba minada y sufría constantes dolores durante el rodaje. De hecho, el cineasta falleció pocos meses después, y no llegó a ver el estreno de la película, que no se produjo hasta el año siguiente. También la actriz Diana Dors, que en el film regenta los baños turcos, estaba enferma de cáncer y murió en las siguientes semanas, a los 52 años.
Sin embargo, estas dificultades internas no afectan a lo que la película, basada en una obra teatral de la dramaturga Nell Dunn de mucho éxito en su momento, tiene que contar hoy. Aunque cierto look de la película aparezca demasiado datado, sobre todo una música ochentera en el peor sentido, el aliento feminista de una obra interpretada únicamente por mujeres resulta de lo más actual, incluso precursor. En unos baños turcos, estos sí claramente en decadencia, y con amenaza de cierre, se reúnen algunas clientas fijas que, más que los vapores, necesitan la conversación y el afecto de las otras. Incluso la discusión. Es una sauna para la clase trabajadora, aunque Sarah (Sarah Miles) y Nancy (Vanessa Redgrave) hayan llevado vidas más cercanas a la burguesía, tratando de acomodarse a la vida con hombres que les dieran una posición: Ahí sigue el Losey preocupado por los estratos sociales y la autoafirmación. También está la más joven y peleona Josie (Patti Love), que trata de sobrevivir trabajando en un topless y sucumbiendo a los maltratos de su novio.
Entre los vapores, esas mujeres reflexionan, discuten, se reconfortan, ríen y lloran: “¿Por qué las mujeres no nos terminamos de creer que somos tan importantes como los hombres? No digo mejores o peores, solo igual de importantes”, comenta Sarah, mientras Nancy recuerda lo que era sentirse deseada por su marido al comienzo de su matrimonio y la ilusión de criar al primer hijo. Todo un recital que por entonces acababa de publicar su célebre “Autobiografía de Federico Sánchez” en torno a su expulsión del PCE por discrepancias con la línea oficial del partido, sumada a la de un cineasta consciente de estar frente a un lienzo de otoño como era el Losey de finales de los setenta, le escatimarán a la película elperfume operativo y la idea de peripecia que alentaban la contribución de Resnais. A cambio, Losey ofrece una densidad emocional cálida y lúgubre, acorde al lapso que va de las de actrices espléndidas, que además se prestaron a la desnudez completa en varias escenas.
La otra ocasión en que Patricia Losey participó en el libreto de una de las películas de su marido fue Don Giovanni, una insólita adaptación al completo de la ópera de Mozart, escenificada para la ocasión, y con un punto de vista cinematográfico, no teatral. Esto ocasionó una notable incomodidad en los cantantes elegidos, primeros espadas de la ópera en los años setenta como Ruggero Raimondi, Kiri Te Kanawa y Teresa Berganza, entre otros, ante la batuta de Lorin Maazel, con el gran Alexander Trauner en los decorados y un suntuoso vestuario de Annalisa Nasalli-Rocca. Los intérpretes tenían que actuar de
otra manera y adaptarse a los cortes del rodaje. La película fue un encargo de la Ópera de París y, aunque podría parecer que Losey no tenía nada que ver con ese mundo,se esforzó enormemente por dar una personalidad a la puesta en escena con momentos tan sugerentes como el aria “Ah, chi mi dice mai”, con Kiri Te Kanawa envuelta en un velo y un vestido blanco mientras la cámara le acompaña en largos travellings.
RICARDO ALDARONDO