Paz Vega irrumpió en mi vida al finalizar el estreno de la película de Julian Schnabel, Antes que anochezca. Estaba en compañía de Julio Medem, el director de Lucía y el sexo, uno de los títulos cruciales en la filmografía de la actriz. Paz tenia los ojos muy abiertos y brillantes, la boca muy roja, abriéndose en una estupenda sonrisa. Sabia perfectamente quien era pero me embobaba ese gesto de niña asombrada. De inmediato descubrí que es una seña de identidad. Paz Vega ha atravesado vivencias, ciudades, personajes y estados civiles sin perder nunca ese gesto de asombro. De niña maravillada y curiosa. Y a lo mejor eso es lo que significan las dos palabras que forman su nombre. Paz, la niña y Vega, el asombro que nunca cambia.
Soy muy fan de la actriz Paz Vega porque pienso que ha conseguido rescatar de la mujer esa pasión y entrega hacia la vida pero derivándolo a sus personajes. Son muchos, hay incluso una Santa Teresa modernísima, pero Lucía, esa mujer que despierta a todo todos los días, es sin duda una de sus mejores creaciones. Cada vez que veo la película encuentro nuevos matices e intensidades. Una vez, Paz me contó que las escenas en la playa fueron rodadas en invierno y que tiritaba violentamente en cada toma. En cada repetición que hago del film, es imposible que vea esos escalofríos. Lo mismo me pasa cuando veo de nuevo Carmen, la película de Vicente Aranda y donde Paz se interno en un personaje que a veces se le acusa de caricaturizar lo sevillano, haciéndolo suyo. Ella, que es una autentica sevillana y creando una curiosa reciprocidad entre lo original, ella misma, lo bufonesco, el personaje y la pasión y la feminidad. Un cóctel desafiante y brillante. Paz se rasladó a Sevilla durante todo el rodaje. “Necesito empaparme de Sevilla”, me dijo por teléfono. “Respirar esta ciudad, esta tierra, porque Carmen es ella”. Una vez mas, tenía razón. Paz es una actriz que necesita la entrega como disciplina. Y aunque no siempre estuviera de acuerdo con el machismo no tan inocente que se cuela en El otro lado de la cama, Paz supo aprovechar de Sonia, su personaje, una manera de ventilar su opinión sobre el amor, los hombres y hasta España.
Cuando consiguió el papel para Spanglish, la película que le abrió las puertas en Hollywood, Paz ya llevaba varios títulos de comedia a sus espaldas, aparte del importante drama Solo mía que le valió su segunda nominación al Goya. Nunca olvidare las divertidísimas fiestas de despedida para Paz y Orson, su marido. Era como si todos nos estuviéramos marchando a Hollywood a hacer el sueño americano. Paz y Orson preparaban parrilladas y de repente improvisábamos pasarelas, desfilando como top models de los noventa o Miss Venezuela de todas las épocas. Paz disfrutaba ese remolino con esos ojos de niña y me contaba cómo había sido su llegada a Madrid. “Vivía en una habitación que me prestaron. A veces no tenía ni como llegar a las audiciones pero me las arreglaba, iba caminando, llegaba despeinada y no se cómo, en el baño me recomponía y pasaba el casting.”
Instalada en Hollywood, Paz se hizo una mujer. En una entrevista que le hice se quejó varias veces de lo mala que era la comida en América. Orson le dijo quédamente que quizás no era buena idea manifestar esas quejas. Ella me miró desafiante: “¡Los tomates son malísimos!” y me quedé fascinado de su racialidad. Fueron los años en que construyó una familia y, en cada hijo, Paz se hacía más ella misma. Sabía combinar carrera, sueños cumplidos y maternidad con esa misma certeza y suavidad con la que entra y sale de personajes. Pero sin perder ese guiño hacia el asombro, que es también hacia el disfrute. Hacia la vida.
Paz y Orson me invitaron a acompañarles a una alfombra roja durante un festival de Cannes. Cuando llegué a su habitación en uno de los mejores hoteles del festival, Paz estaba maquillada y peinada, una toalla envolviéndola. “Un poquito de paz antes del huracán”, nos dijo. En minutos, apareció alguien con el vestido, rojo y entalladísimo. Los zapatos, pelín elevados. Y las joyas, que llegaron con dos seguratas que se colocaron en la puerta de la habitación y no se separaron de las joyas un solo momento. Habilitaron un ascensor y Orson y yo nos colocamos detrás y esa fue la imagen que salió en People. En el pie de foto ponía: La bella Paz Vega en Cannes rodeada de guardaespaldas. Todo un honor para mi salir en People como parte de su seguridad. Paz llego hasta la alfombra roja y la dominó, la incendió, la convirtió en un espectáculo. “Los Oscar y Cannes son las verdaderas alfombras rojas. En realidad es el verdadero premio y hay que disfrutarlas como tal”, dijo.
Todos sabemos que Paz Vega es una extraordinaria actriz, capaz de variar de registros, de la comedia al drama, del cine a la televisión, con enorme sutileza. A mi me sigue fascinando esa forma que tiene de mantener su identidad intacta. Su acento sevillano, siempre la acompaña. “Al llegar a Madrid era lo primero que querían quitarme. Creo que por ser tan terca se hizo aun más intenso”, explicó una vez. También ha mantenido intacta esa forma de ver la vida como si fuera un gran espectáculo. En ese festival de Cannes que compartimos, estábamos almorzando en uno de los restaurantes mas chic cuando vimos entrar a Catherine Deneuve y Paz estudió cada uno de sus movimientos. “Todo el mundo la está mirando y no se inmuta”, susurró. Y cuando Deneuve pidió un steak tartar del tamaño de una colina y un vaso de vino tinto hasta arriba, Paz casi se levanta para aplaudirla. “Le gusta comer y le gusta beber y tampoco se inmuta”, exclamó.
Lo mismo pienso de ella, de Paz Vega, le gusta vivir. Y tampoco se inmuta.
BORIS IZAGUIRRE